En un rincón del barrio madrileño de Malasaña, Ángela citaba: “El aburrimiento es la enfermedad de quienes tienen el alma vacía y el corazón sin recursos”. Con tan cierto enunciado en mente desarrollemos el fenómeno en su perspectiva filosófica. Enfrentamos a un estado anímico que al margen de su connotación gramatical, es manifestación metafísica de la nada y la banalidad, en definitiva, de la angustia.
Interesa el tema en el contexto heideggeriano del “aburrimiento profundo”. A diferencia de aquello que causa hastío, en el insondable la persona “se” aburre para – en consecuencia – convertirse en un “nadie indiferente”. Estamos ante la desgana que vacía. La apatía con uno mismo que desaprovecha el tiempo y así el ente pierde el sentido del ser. En secuela, la existencia es anulada, al igual que la oportunidad “auténtica de existir”.
Para la trama en análisis, el aburrimiento carece de elementos sicológicos pues estos dicen relación con la individualidad “subjetiva” del ser. El abatimiento en cita es una desidia de orden filosófico. Es el abandono “de sí” de que habla M. Heidegger, en el cual se da una desubjetivación que únicamente el aburrimiento puede prestar.
No atañe al mundo síquico del individuo pero al suyo metafísico. En este aburrimiento el sujeto se abstrae de su presente vivencial. Por ende, el aburrido desliga de su conciencia la necesidad de realizarse como hombre. Pasa a un estado de inercia en que prima el quemeimportismo traducido en irresponsabilidad de pensamiento. Solo los subnormales están llamados a aburrirse.
El “tedio” es el bostezo que trasluce la incapacidad humana de superar el encuentro consigo mismo… más allá del divertimento trivial que ofrecen los momentos sin esencia. Es la desgracia pascalina que deviene en “no saber permanecer en reposo”. Su contrapeso es la torre de M. de Montaigne, representada por el espacio a que el hombre se retira para abandonar el mundo y allí encontrar la plenitud de su naturaleza, superando el ostracismo de los insuficientes en intelecto.