Que la designación de varias autoridades y la conformación de ciertos cuerpos colegiados sea el resultado, no de una “decisión política”, sino de un “concurso público de oposición y méritos”, es una de las innovaciones introducidas por la Constitución vigente. El sistema se ampara en la supuesta perfección de la meritocracia, cuya superioridad no se pone en duda frente a la posibilidad, tenida como impura y perniciosa, de que la decisión esté en manos del titular del Ejecutivo o de los legisladores.
Aunque no se puede negar el gran nivel de algunas de las autoridades salidas de los concursos, la meritocracia, en realidad, es engañosa, y carece de la excelencia que se le atribuye. Su problema, sin embargo, no está en la manipulación de que puede ser objeto, de la cual el ejemplo más llamativo es la máxima puntuación asignada a quien terminaría siendo el primer Contralor prófugo de la historia nacional; el mayor inconveniente del diseño constitucional es que se basa en una ilusión.
No otro nombre merece el intento de encontrar un sistema perfecto, matemáticamente diseñado para escoger a la mejor persona posible, a partir de una técnica que excluya cualquier interés o cálculo político. Es un error monumental pensar que algo tan político como conformar los poderes del Estado, o designar a sus autoridades, pueda hacerse sin tomar en cuenta la política.
No solo eso. Incluso si dejamos de lado consideraciones como las anteriores, la meritocracia no escoge, necesariamente, a los mejores; en no pocos casos, los diseños propios del concurso ahuyentan a personas de indudable valor, que prefieren no someterse a un procedimiento en el que, a la larga, ponen en juego sus ya reconocidos méritos profesionales.
En los concursos, lo cuantitativo prima sobre lo cualitativo, y la lucha por acumular cartones y certificados acaba siendo la consecuencia perniciosa de un sistema en el que no importa cuánto vales, sino cuánto sumas. Pensemos, por ejemplo, en los pésimos profesores que hemos debido aguantar en nuestra vida, cuyos años de docencia valdrán lo mismo que los de maestros excepcionales; pensemos en profesionales brillantes que no han publicado libros, derrotados por mediocres escritores que nos inundan con adefesios; o en los muchos graduados o posgraduados, cuyos cartones les permiten superar a Alfredo Pareja Diezcanseco, que no fue bachiller. A la larga, el concurso acaba siendo un sistema de sumas y restas en el que, hasta constitucionalistas sobresalientes, terminan presentando informes que nos hacen recordar episodios vividos ante las ventanillas de la burocracia.
Y no olvidemos que los puntajes asignados en el concurso pueden, en determinados casos, conspirar contra la legitimidad de los elegidos.
La política no deja de ser tal porque la neguemos o porque tachemos la palabra; cubrirla con el velo de la técnica, la apoliticidad y la asepsia, es un simple absurdo, una forma de vivir en la mentira.