Entre los temas de discusión pública de mayor polémica está el “aborto”. En buena medida, el debate se origina en la tendencia de ciertos sectores a centrarlo en consideraciones religiosas, que por su naturaleza dejan de lado a la razón y a los derechos de la mujer. El problema se ahonda al intervenir en la disputa agentes desconocedores de la materia, que se limitan a repetir discursos de la iglesia sin ponderarlos debidamente. La ignorancia es madre de muchos males.
Téngase presente que para la Iglesia Católica hasta la promulgación de la bula Apostolicae Sedis (Pío IX, 1869), la interrupción del embarazo no entrañaba la eliminación de una vida humana. Y esto en tanto hasta hace menos de dos siglos, para el catolicismo, el feto tenía alma solo después de cuarenta días de la concepción, en el caso del varón; y de ochenta días, si el feto era femenino… discriminación prenatal.
Atendamos a lo esencial: el aborto no es un “asunto” sometido a la infalibilidad papal… tampoco, materia de dogma de fe. La improcedencia de la oposición al aborto bajo miramientos religiosos, al margen de que seamos o no “creyentes” es un error.
Lo sostiene D. Böhler, ningún interlocutor discursivo puede menoscabar la libertad de otro sin poner en juego su propia credibilidad y socavar el discurso. El fondo debe abordarse en términos de “libertad comunicativa” contrapuesta a la “arbitrariedad”, siendo aquella “un bien discursivo y moral originario e irrebasable”.
Esto nos trae al “enfoque feminista” del asunto, y a S. de Beauvoir para quien la pleitesía a la mujer comienza por el respeto a su organismo; por el irrestricto derecho a “disponer de su propio cuerpo”. Negárselos es condenarla a ser víctima de la fecundidad y la procreación. En El Segundo Sexo, con toda razón, afirma que la mujer no puede seguir siendo considerada un ser biológicamente atrapado en ellas. Limitar el derecho de la mujer a abortar es aceptar el errado concepto aristotélico de que “el carácter de las mujeres padece de un defecto natural”. A por su libertad.