Cuando Cristina Fernández, la presidenta argentina sucesora del peronismo y del poder se posesionó de su cargo, tuvo el cuidado de no jurar por la Constitución, ni por la patria, ni por otro lugar común de los habituales en nuestras democracias de oropel. No. Ella juró por Él, por su amado Néstor Kirchner, por el caudillo ausente, por la memoria de un muerto. Juró como heredera, no como Presidenta electa por la voluntad del pueblo.
Interesante y aleccionador gesto de la Presidenta, porque, más allá del folclor político, pone en evidencia que lo que prevalece en Argentina, y en América Latina, no es la democracia electiva, ni es la república que copiamos de los franceses, ni es el Estado de Derecho, esa ficción que disfraza la voluntad de poder de los autócratas. No, nada de eso, lo que impera en estas tierras es el personalismo, el caudillismo, el poder encarnado en un sujeto, traducido en una persona, concretado en un gesto, en un discurso, en un estilo de mandar. Lo demás, la democracia representativa y otras tesis de académicos desubicados, son apenas el oropel que adorna la eterna fiesta del personalismo.
En estos días, Eva Perón renació a los sesenta años de su muerte. Aún no concluye el sepelio en torno al cual ha vivido buena parte de la Argentina desde 1952. Ella, como Kirchner y como el coronel Juan Domingo, siguen gobernando desde la eternidad. Ella es el Estado paternalista, la política vista como don de Dios, la autoridad entendida como ícono al que se adora, la militancia entendida como religión. Todos ellos, y los demás de América Latina, esos eternos ausentes, esos caudillos nunca olvidados -los jefes proclamados desde siempre y para siempre- son testimonio de cómo se entiende por acá el tema del poder, y de por qué la obediencia es una mística, el fundamentalismo una cultura y la persecución al adversario, un deber.
La tradición caudillista, la vocación cuasi religiosa de la población frente a los jefes, marca la vida pública de América Latina. Esta es, quizá, una de las razones de la precaria vigencia de las instituciones, de la nula fortaleza de la legalidad, de la política entendida como misión revelada al caudillo y a los núcleos de cortesanos que le rodean. Tal vez ese sea el secreto de por qué, desde hace doscientos años, estos países -con escasas excepciones- claman por los “gendarmes necesarios”, por los padrecitos que cuidan de sus rebaños.
La conducta de la mayoría de los argentinos, eternos nostálgicos del peronismo, es evidencia de la “lógica política” predominante en todos estos países. Semejante inclinación hacia los caudillos es el hilo argumental de nuestra política criolla, el fundamento de una democracia sustentada en la soberanía del hombre fuerte, en la retórica del líder y en el aplauso de los feligreses que, como sus antecesores, asisten al ritual de tantas coronaciones como dioses hay en nuestros libros de historia.