Mi imagen de Cortázar es la de un hombre inmenso que aligera la carga de su cuerpo sobre un sofá, mientras su mente multifacética viaja, con los ojos de niño agrandados por el asombro de los mundos que él va creando.
El horóscopo atribuye a los nativos de Virgo una tendencia muy marcada al intelectualismo. Plinio Apuleyo (ese buen periodista extraviado en los tremedales del fascismo criollo), en una hermosa pieza sobre la astrología, sostiene que las semejanzas entre Borges y Cortázar provienen de su común signo zodiacal.
Su obra se desenvuelve casi toda dentro de un nivel intelectual a veces incomprensible para sus múltiples admiradores, y con una erudición que intimida al lector común. Cortázar mismo lo confesó: “Rayuela peca, como tantas cosas mías, de hiperintelectualismo”.
Cortázar reafirmó su intelectualismo señalando que no podía “renunciar a lo que sé por lo meramente vivido”. El menosprecio de “lo meramente vivido” muestra su conflicto con la realidad y la preeminencia de la fantasía en su concepción del mundo. Su respuesta a lo real es otra realidad imaginaria en la que no busca crear otro mundo más rico, paralelo o superpuesto, con referencias a la realidad cotidiana, sino abrirle un boquete a la cotidianidad para mostrar que hay un puente, un pasadizo, unos vasos comunicantes que unen lo real con lo fantástico. Eso fue Cortázar: un hombre que miraba las estrellas, con sus enormes zapatos muy bien asentados sobre la tierra. Su casa en París, de tres pisos, precedida de un gran jardín, tenía una claraboya que le permitía ver el cielo, apoltronado en su sofá.
Inútil buscar al Cortázar inconforme, al transgresor o al fantasioso fuera de sus libros. Un vistazo a su biografía a lo “meramente vivido” nos deja ver un hombre de lo más corriente sin riesgos. Todos los riesgos los asumió escribiendo. Durante por lo menos veinte años soñó con París, pero únicamente viajó allí cuando el Gobierno francés le otorga una beca, y se radica definitivamente en Francia, gracias a la seguridad de un empleo como traductor de la Unesco. Ese cielo que miraba desde argentina era París, adonde necesitaba ir para cambiar de ángulo y mirar al cielo de Argentina desde el suelo francés.
Y desde el sofá en el que se apoltronaba a fumar infinitamente, desmadejado con sus largas piernas de trapo, como un muñeco de ventrílocuo, escuchaba jazz, tangos y música de Brahms, y leía y leía, con su mirada extraviada en esa aventura laberíntica de su mente; miraba las estrellas sin abandonar el asiento, y se imaginaba ser Oliveira o Lucas, o ‘Mantequilla’ Nápoles. Era un cronopio mental y un fama práctico, el que hacía que las palabras expresaran por fin lo que siempre habían callado, el que eliminaba todo el facilismo de la narrativa tradicional; lo melodramático, la sensiblería, la ampulosidad estilística, los lugares comunes.
De ahí su fidelidad en el amor y en la política. Aurora y Carol, Cuba y Nicaragua, sus cuatro sofás.
El Tiempo, Colombia, GDA