Justo hace 10 años se publicó mi primera columna de este diario. El día es memorable porque fui invitada a escribir precisamente a raíz del ataque terrorista al World Trade Center y al Pentágono.
En ese entonces, vivía en Pennsylvania, a unos pocos kilómetros del lugar donde cayó el cuarto avión secuestrado, el único que no cumplió su misión.
¡Cómo cambió el mundo en estos 10 años! En el 2001, George W. Bush había recibido un estado financieramente saneado de Bill Clinton, con un superávit de 400 billones de dólares. Era un presidente neoconservador (no muy lúcido por cierto) que solo tenía una obsesión: hacer pagar a Saddam Hussein por el atentado contra su familia. Su plan encajaba perfectamente con el plan mayor de reactivar el alicaído complejo militar-industrial, tras el fin de la Guerra Fría. De ese complejo provenían muchos de sus aliados, entre ellos su propio vicepresidente, Dick Cheney. El ataque, en lugar de enfocarlo en la lucha antiterrorista, le dio la excusa perfecta para cumplir su obsesión y la de sus partidarios de acabar con el régimen de Hussein. En el camino, él hipotecó, tal vez irremediablemente, el destino de los Estados Unidos en los próximos 25 años. Ganó la campaña en Irak y en Afganistán, pero perdió la guerra contra el terrorismo. Dejó dos países destrozados. Miles de muertos iraquíes y afganos así lo atestiguan. En el camino, también perdió la confianza de sus tradicionales aliados europeos que –durante la Guerra Fría- nunca contradijeron la voluntad estadounidense. No tuvo problemas en violar flagrantemente derechos humanos fundamentales en las cárceles de Guantánamo y otros lugares, ocultos. Al final, Osama Bin Laden obtuvo lo que quería: una potencia atada de manos por el miedo, luchando guerras imposibles con la única esperanza de mantener a los terroristas peleando en otro teatro que no sean sus fronteras naturales. Una potencia que hizo lo que él esperaba: contestar con violencia a la violencia. Una potencia profundamente endeudada y sobregastada, que ya no puede ponerse de acuerdo en cómo salir del abismo. El ejemplo más dramático de ello fue el discurso sobre creación de empleo del presidente Obama este jueves. Un discurso defensivo porque sabe que perderá la batalla.
No todo ha sido malo. El pueblo de los Estados Unidos ha sabido sobreponerse al impacto que causó el ataque terrorista y generar más y mejor tecnología y nuevas iniciativas productivas.
La política exterior de Estados Unidos se ha restringido tanto al tema del terrorismo y a la zona de Medio Oriente, que otras zonas han tenido la suficiente autonomía para elaborar sus propios destinos, entre ellas, América Latina. Y no hay que olvidar que el ascenso del BRIC -Brasil, Rusia, India y China- es también el resultado de esa crisis. Han sido los 10 años más tristes de EE.UU., y lo peor es que nadie puede asegurar que esto no volverá a pasar otra vez.