El Mundial de los migrantes

Romelu Lukaku (der.), nacido en Amberes pero de origen congoleño, festeja su gol para Bélgica con el flamenco Kevin de Bruyne.

Romelu Lukaku (der.), nacido en Amberes pero de origen congoleño, festeja su gol para Bélgica con el flamenco Kevin de Bruyne.

Romelu Lukaku (der.), nacido en Amberes pero de origen congoleño, festeja su gol para Bélgica con el flamenco Kevin de Bruyne. Foto: Agencia EFE

El Mundial de Fútbol está dejando de ser un torneo entre selecciones nacionales, si entendemos que lo ‘nacional’ es lo opuesto a lo extranjero. Los flujos migratorios, la globalización y el avance de la lucha en contra del racismo y en favor de la tolerancia ha generado que los equipos nacionales sean, cada vez con mayor notoriedad, equipos multinacionales, verdaderos puntos de encuentro de culturas, religiones y visiones que existen dentro de un mismo país.

El Estado-nación es un invento de Europa, como las reglas del fútbol moderno. Ambos se crearon en el mismo siglo, el XIX, y no es casual que, hasta hoy, el nacimiento de un Estado vaya acompañado no solo de la necesidad de contar con una bandera, un himno, un escudo y una fuerza pública uniformada, sino también de un equipo de fútbol y una delegación para los Juegos Olímpicos. Los países buscan siempre afiliarse primero a la FIFA que a la ONU.

En el Mundial queda en evidencia que los equipos nacionales con más jugadores originarios de la inmigración son los europeos. Sí, es la misma Europa en donde paradójicamente el tema de la inmigración ha generado un interminable y áspero debate sobre la seguridad interna y el descalabro de la economía, mientras el mar Mediterráneo se llena de cadáveres de gente que huye de sus Estados fallidos.

El fútbol es un deporte, pero también un lenguaje y una expresión de identidad. Por eso, ultranacionalistas como la dinastía francesa Le Pen aborrece públicamente de una Selección compuesta no solo por ciudadanos oriundos de las colonias del antiguo imperio francés, sino por los recién llegados de países musulmanes, de Europa Oriental o América Latina. La poderosa Selección de 1998 que ganó el Mundial, para los Le Pen y sus simpatizantes, no era un equipo francés sino uno de forasteros.

Es injusto decir que esta postura es exclusiva de la extrema derecha, pues el socialista Georges Frêche pensaba exactamente igual que Le Pen, que había “muchos negros” en la Selección. Frêche tampoco fue gentil con los extranjeros que servían en el Ejército francés.

Contar con inmigrantes en las selecciones de fútbol, sin embargo, no es una novedad. El primer afrodescendiente en ponerse la camiseta de Francia fue Raoul Diagne, nacido en la Guayana francesa pero de padre senegalés, y seleccionado en 1931. A Diagne le siguieron muchos futbolistas de las colonias o territorios administrados desde París, como Larbi Ben Barek (nacido en Marruecos cuando era Protectorado francés), Xercès Louis (Martinica, isla caribeña que todavía tiene estatus de Departamento de Ultramar), Marius Trésor, Jocelyn Angloma y Lilian Thuram (Guadalupe, otro territorio caribeño), Jean Tigana (Malí, que formó parte del antiguo Sudán francés) y Christian Karembeu (Nueva Caledonia, en Oceanía). Este último ya era un caso abiertamente contestatario, pues Karembeu aceptó jugar para Francia a pesar de que promovía la independencia de su terruño.

El ‘boom’ de una Selección francesa como crisol de los inmigrantes ocurrió en 1998, con el gran Zinedine Zidane (descendiente de la minoría bereber de Argelia) a la cabeza. El equipo contaba con jugadores con raíces en Armenia, Argentina, Ghana y Cabo Verde, entre otros. Se habló de una selección ‘Black, Beur, Blanc’, para simbolizar la procedencia de los jugadores pero unidos por la misma camiseta, una que antes también lucieron descendientes de italianos (Michel Platini) y españoles (Fernández, Amorós).

Inglaterra se tardó más en incluir a sus descendientes de inmigrantes. El primer afro en vestir la blusa de los Tres Leones fue Viv Anderson, en 1978, aunque este ‘crack’ nacido en Notthingham nunca se consideró africano sino inglés. Este sentimiento es general entre los afrodescendientes británicos: son leales a la Reina.

Portugal, al igual que Francia, incorporó jugadores de su antiguo imperio, fundado gracias a los viajes de valientes como Vasco da Gama pero también de los más feroces traficantes de esclavos. El jugador más famoso es, obviamente, Eusebio, en realidad Eusébio da Silva Ferreira, nacido en lo que se llamaba África Oriental Portuguesa y hoy conocemos como Mozambique. Eusebio fue una de las estrellas del Mundial de 1966. Hoy, Gelson Martins (Cabo Verde) y William Carvalho (Angola) fueron convocados para jugar el Mundial en Rusia junto a Cristiano Ronaldo.

¿Y los países que no tuvieron imperios de ultramar considerables? Alemania juega con descendientes de turcos que provienen de la gran migración de los 60, promovida por los mismos alemanes ante la falta de mano de obra barata. Eso ha generado que, por ejemplo, descendientes de turcos como Mesut Özil jueguen para Alemania y al mismo tiempo apoyan al autoritario presidente Recep Tayyip Erdogan. Pero, irónicamente, la selección de Turquía (que no juega un Mundial desde el 2002) suele nutrirse de otomanos nacidos en Alemania, y esos jugadores, como Halil Altintop, Yil Bastürk o los hermanos Hamit, que militan en la Bundesliga y se educaron como germanos, suelen ser tratados como extranjeros cuando viajan a Estambul.

No hay espacio para seguir con los ejemplos. En Suiza está el albano-kosovar Xherdan Shaqiri, quien en Rusia lució zapatos con la bandera helvética y también con el águila albanesa. Mientras que en Bélgica (nación históricamente dividida entre valones y flamencos) el equipo es mayoritaria inmigrante, sobre todo musulmán. Estamos viendo el Mundial de los Inmigrantes.

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