El Mundial es un lugar común para los fanáticos del fútbol y es una novedad para los aficionados. Hay una diferencia entre los dos individuos. El primero vive el juego, sin importar cómo está el marcador o si juega o no su equipo. Los segundos son los que se dejan llevar por la novedad. Y sí, la Copa de Brasil es una novedad en este país que vive, sueña y come fútbol como dice alguna publicidad.
De este lugar común -para bien y para mal- se han aprovechado las empresas y el torneo deportivo se ha convertido en un espacio para el show, el comercio, el mercadeo, la política, la publicidad… cada disciplina con el propósito de ganar adeptos.
El resultado, de lo que se ve aquí en Brasil, es bueno. Brasilia en su arquitectura más monumental está vestida de amarillo y verde. Por más serio que uno se pueda poner, sí impacta ver la fachada de su edificio en la noche. La escena es unos jugadores hechos con luces LED (o neón) que aparentan estar pateando un balón. La publicidad está hecha para los ojos y no para las cámaras, no salen bien esas fotos.
Las que sí son una buena postal son, por ejemplo, las de la Catedral de Brasilia; en la noche están iluminadas como la bandera brasileña como que si esa majestuosidad hiciera que alguien en el cielo apoye a la selección local.
Los mundiales, aparentemente, tienen estos lugares comunes. Se repiten ritos en cada país aunque sus actores no conozcan cómo se vivió el anterior y se inventan nuevos o más bien se acomodan nuevos. Los lugareños y los extranjeros llenaron las redes sociales con ´selfies´ dentro y fuera de los estadios.
Los tesoros, de estos autoretratos, son de aquellos bendecidos por el Olimpo que se sacan fotos con los dioses de cada Selección. Pero el público que es bueno con sus estrellas también los castiga por no bajar a la alegría terrenal. Al siguiente día del partido entre Argentina y Bosnia (la novata de la Copa), los medios echaron más de un adjetivo positivo para el sucesor de Maradona: Messiánico, tituló algún rotativo.
Más tarde, el mismo día, medios y redes sociales lo repudiaban, como si hubiese fallado el gol del campeonato, por no saludar con un niño que estaba en el camerino.
Entonces sí, hay lugares comunes: la alegría, la novedad y la polémica. Esto a veces es más noticioso que el propio juego. La final del 2006 es más recordada por el cabezaso de Zidane a Materazzi que el triunfo de la estrategia italiana sobre la francesa. Sin ir muy lejos, el debate ahora entre los ecuatorianos es más sobre el gol no hecho de Michael Arroyo que el comportamiento colectivo.
Los lugares comunes son reconocibles y estallan en los sentidos, especialmente si uno es primerizo en copas del Mundo. Sí impactan y hasta expanden el deseo de que un mundial sea cada dos años y no cada cuatro porque parece un castigo esperar tanto, pero si se logra huir de los focos de propagación del virus futbolero, encuentra fallos en el sistema y son de todo calibre.
La mañana del 15 de junio, día del partido de Ecuador vs. Suiza, las avenidas de acceso estaban adornadas a la altura de una fiesta ecuménica, ritual necesario para atrapar los sentidos de los visitantes; esa parte de Brasilia lucía particularmente atractiva.
El estadio Nacional sorprende (incluso cuando no hay partidos) y uno siente envidia de que en Ecuador no exista un escenario así para disfrutar del fútbol dominguero. No, no, no los lugareños –cuando pasa la euforia- se preguntan ¿para qué servirá el estadio si no tenemos equipos en primera categoría?
Y de ahí la imaginación se va a Sudáfrica para hacerse la misma pregunta ¿de qué servirán los estadios que sorprendieron hace cuatro años al mundo?
El mismo día del partido, durante la hora que duró la fila para entrar a la explanada del estadio, otro hueco apareció en la Matrix de la FIFA; una que talvez es de poco interés para los análisis, pero que recalcan que el espectáculo no controla todo. Un hombre estaba junto a la explanada del escenario deportivo con un coche de supermercado recogiendo botellas, latas de gaseosas y cuanta cosa que él pudiera vender luego. Se lo veía maltratado, sucio, curtido por el sol; sus zapatos parecían como recién sacados de un baúl empolvado.
La escena era antagónica en medio del imperio del marketing y la publicidad. A la seguridad se le escapó, a ellos que no dejan pasar las botellas de ninguna bebida a los graderíos (dentro del estadio una cerveza puede costar hasta USD 10 –afuera no llega ni a 5).
A la seguridad que no deja pasar videocámaras a los graderíos ni Ipad porque aparentemente son objetos peligrosos.
Una vez que uno escapa de la persecución mediática, la Matrix empieza a mostrar todo tipo de agujeros incluso divertidos, aunque comunes en la región.
La reventa está prohibida, pero en Brasilia se vendían entradas para los otros encuentros (incluso los de Ecuador). Hay personajes que no quieren comprar entradas, quieren que se les regale; pero ya las usadas porque coleccionan los boletos de los mundiales.
Los fanáticos más extremos acampan cerca de las sedes y a cinco cuadras del estadio hay gente que duerme todos los días bajo el puente.
La efervescencia del espectáculo y el fútbol tiene todo tipo de niveles de análisis, pero nada sirve con argumentos que para un ecuatoriano pueden ser extraños y/o radicales. Después de cada partido, los hinchas –enemigos en la cancha- salen a encontrarse en fiestas populares y se toman fotos juntos. No hay disciplina que explique el comportamiento, solo que el ser humano tiene siempre deseos de amistad.
El fútbol tiene un lugar común, el fanatismo; lo extraño para nosotros es que todo Brasil trabaje hoy, 17 de junio, hasta poco después del mediodía porque la selección local enfrentará a México. Los brasileños –más allá de los problemas locales- lograron poner al deporte en un estado superior al lugar común, lo tienen como parte de su vida.
El problema es qué pasará si Brasil no gana el Mundial, posiblemente aparezcan los huecos en la Matrix y las protestas se endurecerán, pero –claro- eso es solo una especulación.