La violencia en el fútbol de cada día

El inefable Luis Chiriboga se llevó una serie de críticas por su última propuesta: que las barras cambien sus “tenebrosos” nombres como contribución a la lucha contra la violencia en los estadios.

Aunque es verdad que el mero cambio de nombre no basta para controlar este flagelo (un tipo con alcohol, odio y prejuicos mata sin importar cómo se llame), es cierto que las palabras que se usan son importantes en la vida y determinan conductas. Las palabras, como lo dijo alguien una vez, deben pesarse como diamantes.

En todo caso, si nos animamos a realizar un verdadero combate semántico, deberíamos empezar por cambiar el lenguaje cotidiano del fútbol, convertido por la prensa, la hinchada y la pereza intelectual en un reflejo de la guerra, el acto cumbre de la violencia.

Claro, los futbolistas no realizan lanzamientos, sino ‘disparos’, ‘misilazos’, ‘cañonazos’ o ‘riflazos’, según el arma que domine el subconsciente del pobre narrador. Los delanteros son ‘arietes’ (máquinas para romper las defensas del enemigo) o ‘artilleros’, ‘killers’ o, ya más románticamente, ‘matadores’. Los equipos son ‘escuadras’. Los entrenadores son ‘estrategas’ que incluso mandan al ‘campo’ (de combate) un ‘capitán’, con banda y todo.

¿Más? Claro. Los goleadas son ‘masacres’. Los seleccionados son ‘gladiadores’. Los que anotan para la derrota de nuestro equipo son ‘verdugos’. Los jugadores que no pueden actuar en la siguiente fecha son ‘bajas’. Los defensas construyen ‘murallas’. La cancha tiene ‘zonas de peligro’ y los jugadores buscan ‘infiltrarse’ en ellas. Y a los pobres arqueros, los ‘fusilan’ o los ‘acribillan’.

Tenemos la violencia metida en el lenguaje del fútbol. Sacarla es como retirar un súcubo del alma: se necesita un exorcista. Es hora de buscar uno.

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