Tic-tac, tic-tac, tic-tac… la bomba estructural seguía su cuenta regresiva. A veces Messi, y otras Tévez o Higuaín habían desactivado la urgencia más inmediata. Hasta Palermo en el vendaval de la noche de brujas con Perú. Un ciclo que vivió jaqueado por el embotellamiento conceptual quedó a la intemperie de un doloroso e irreversible desengaño. Detrás de cada triunfo en el Mundial se agitaban dudas sobre la real fortaleza del plan, más allá de los cañonazos que abrían paso con la prepotencia de un envidiable arsenal. La armazón no dejaba de crujir, mientras las resoluciones individuales asumían la explicación central para sostener un esqueleto que no echaba raíces confiables porque rivales temerosos distorsionaban las conclusiones.
Un tejido de advertencias se había hilvanado, aun contradiciendo el clima triunfalista que también crecía. Porque de fútbol se trata y es entendible la rara combinación de una lógica esperanza con señales para desconfiar. Pero en la quinta estación de la Copa del Mundo apareció un adversario con tantos quilates como ambiciosa malicia para atreverse a mover la estantería. Alemania sacó el maquillaje de un cachetazo y se rompió el espejo.
Diego Maradona leyó mal el partido. Antes, durante y después. Se había apuntado que la Selección no podría regalar tantos minutos como ante México, que la jerarquía colectiva e individual de Alemania se lo iba a facturar con geometría y explosión para descubrir los caminos convenientes.
Era comprensible que el DT no desbaratara el eje ofensivo porque era el único sostén creíble, pero el desierto del mediocampo, sin referencias para la tenencia y elaboración, podía volverse suicida. México y su tibieza lo habían insinuado, pero Maradona no tomó nota. El equipo de Joachim Löw esparció sal en las heridas.
La Argentina se atascó en su propuesta quebrada y su técnico nunca intervino para corregir lo evidente. Se demoró tanto que la aparición de Pastore en el partido, a los 24 minutos del segundo tiempo, ya encontró al equipo de rodillas. Verón se despidió de la Selección desde el banco. El entrenador se entregó a los golpes de inspiración de sus dirigidos desequilibrantes para avanzar, pero no fue suficiente.
Conducir al seleccionado no fue sencillo. Ni el espacio para aprender a hacerlo. Por cierto, ya a la hora de confeccionar la lista de 23 futbolistas se señalaron algunas descompensaciones, y el destino impuso que los déficits quedaran más en evidencia en el adiós: como la ausencia de laterales y el recortado abanico de volantes.
La banda derecha y la zona medular nunca dejaron de ser regiones traumáticas. Alemania no desatendió durante el cotejo esa ventaja.
“No creo que nos sorprendan con nada, el agua caliente ya está inventada”, manifestó Maradona el 28 de octubre del 2008, cuando inauguraba su aventura, aludiendo a que sus conocimientos estarían a tono con las circunstancias. Quedó a la vista que no fue así. A los 22 minutos del segundo tiempo, con el 2-0 de Miroslav Klose, la Argentina se rindió. Como si la derrota a varios apellidos no les aguijoneara el orgullo.
Messi no se insubordinó. A él le espera el futuro, pero en algún momento debe dar el golpe sobre la mesa contra todo. Incluso, contra lo que lo incomode. El escenario que realmente corona es una Copa del Mundo. Todo campeón necesita de alguna estrella descollante y la Argentina contaba con ese capital, pero hasta a Messi se lo tragó el aturdimiento.
Hoy se paga con el dolor de la eliminación. Y vuelve a postergarse el desembarco, al menos, en las semifinales de una Copa del Mundo. Ya van dos décadas de desencantos. Una Selección con reconocible calidad individual, pero desprovista de la sabiduría y dedicación que demanda dar el gran salto. ¿Qué ocurrirá con la Selección? Recorrer el camino de este ciclo obliga a sugerir que se revisen todos los procedimientos. Sería una candidez creer que ahora sí se aprovechará la experiencia. Que se asumirán tantos errores para ya no repetirlos.
El reloj de la Selección atrasa porque se la orientó hacia la involución. Amiga del abismo, la Argentina se acostumbró a efusividades ficticias y sueños de papel. Un cachetazo de realidad la devolvió a su amargo sopor.