Algo no está bien enfocado en la renovada lucha contra la violencia en los estadios (renovada porque hubo otro muerto, claro; veamos cuánto dura esta nueva fiebre). Mientras acá la propuesta es prohibir el consumo de cerveza en los estadios, la FIFA acaba de imponer a Brasil que permita la venta de esa bebida de moderación en los partidos del Mundial.
¿Estamos seguros de que la cerveza es la gran culpable? El tufito moralista de la cerveza, que ya no se vende los domingos en el supermercado, es solo un parche. Un violento es un violento, y no necesita estar borracho para cometer fechorías.
Claro que el alcohol en exceso afecta las facultades, pero también hay cerveza en los bares donde se pasa el fútbol en directo y no hay muertos. También hay cerveza en la casa y tampoco se matan los invitados. No puede ser sensato que el fútbol se convierta en un profiláctico espectáculo donde los espectadores entren en corbata, beban licuado de brócoli y digan “¡oh, cielos!”, cuando el árbitro pite un penal inexistente. En todo caso, es correcto que se impida la entrada a quienes lleguen ebrios al estadio, como ocurrió ayer en Ambato.
El verdadero cómplice de la violencia es la impunidad. Agredir al prójimo y no recibir el castigo es lo que anima a los violentos. En Inglaterra se derrotó a los temibles ‘hooligans’ mediante implacables persecuciones judiciales, que siguen hasta ahora. Un violento detectado no entra campante al estadio sino que debe presentarse a una Comisaría. Acá, se comete homicidio y el culpable sale sin problema. Esa es la diferencia.