A las tres y media entró el joven salmantino, de blanco y plata, montera en mano, como una incógnita, y a las seis y veinte, cuando caía la noche, se fue cargado y dueño de la Monumental. Lució al gran tercero y descifró, sometiéndolo, al impotable sexto. Saludó por verónicas, quitó por chicuelinas, se fajó en tandas derechas emotivas, enfibradas, subrayadas por la codiciosa repetición del Mondoñedo.
Cambió a la de cobrar, sin aflojar el tono, para series de cuatro y cinco con sus broches, en los medios, coreado, resoplado por la banda de músicos. La plaza, a tres cuartos de su aforo, era una rumba. El estocadón fue también en los medios y vinieron las dos orejas unánimes. Con el triunfo asegurado, no se ahorró con el último, lo obligó a pelear y seguir su muleta en series que parecían imposibles, y la gente de pie, gritaba: ¡torero!, ¡torero! Lo mató de un viaje y otra oreja fue a sus manos.
Paco Perlaza con el bravucón primero armó jaleo y sonó la música, pero el pincho, le redujeron el premio a saludo. Con el cuarto, manso orientado, anduvo defensivo.
Andrés de los Ríos, de triste figura, como el inmortal Quijote, con su escaso placeo porfió estoicamente hasta el tedio.
Los toros de don Fermín Sanz salieron con cuajo y sin raza, menos el bravo tercero, al cual se le dio la vuelta al ruedo. El lunes José Arcila cortó oreja.