Ivanka Trump aparece en el palco olímpico junto al presidente surcoreano, Moon Jae-in, y su esposa, en el cierre de los Juegos de Invierno de Pyeongchang. Foto: AFP
Han pasado casi tres mil años desde que los griegos clásicos inventaron los eventos deportivos con espectadores en las gradas, y se mantiene vigente la utilidad práctica que los juegos brindan a los gobernantes para la propaganda y también el pulso diplomático.
La ‘ékécheiria’, la tregua olímpica que debía guardarse durante los eventos, no solo suspendía las guerras en los territorios griegos para permitir el paso de los competidores a Olimpia, sino que era aprovechada para negociar entre rivales (o buscar aliados), para reflexionar, lamer heridas.
Acabamos de presenciar algo de esa ingenua ‘ékécheiria’, que nunca se consolidó del todo desde que se instauraron los modernos Juegos Olímpicos en 1896, en las competencias de Invierno que terminaron hace una semana en Pyeongchang, una hermosa localidad de Corea del Sur cuyo 80% de superficie es montañoso, por encima de los 750 metros sobre el nivel del mar.
Ahí se desarrollaron, más allá de las carreras de esquí y los partidos de hockey, pulsos diplomáticos que han generado expectativa para la paz en la península coreana, un lugar donde se teme el inicio de una guerra nuclear.
Por un lado, el mundo contempló con sorpresa el repentino deshielo entre la democracia y capitalista Corea del Sur y su vecino del Norte, gobernado por una monarquía marxista que en estos dos años arroja cohetes que caen en el Mar del Este, como demostración del poder ¿real? de destrucción de los norteños, si llegan a colocar sus ojivas nucleares en los misiles.
En un giro sorpresivo, los Juegos de Pyeongchang fueron el pretexto para un ensayo diplomático sin precedentes. Los equipos de ambas Coreas desfilaron juntos bajo una bandera simbólica, un paño blanco con el mapa de la península en celeste, tanto en la ceremonia de apertura como en la de clausura.
Algunos deportes se afrontaron con equipos unificados, como el de hockey femenino. Y cruzó la frontera el grupo de ‘cheerleaders’ más singular de la historia, bellas chicas elegidas para aupar a los atletas de una de las naciones más herméticas del mundo.
¡Es la ékécheiria en acción!, algo que hubiera enorgullecido a las sacerdotisas de Zeus.
Más impactante aún fue la presencia de Kim Yo-jong, hermana del dictador norcoreano Kim Jong-un, que encabezó una delegación de alto nivel a Corea del Sur. Mucho más afable que su tiránico pariente, Kim Yo-jong se reunió en Seúl con el presidente del sur, Moon Jae-in. Nunca antes una integrante de la dinastía Kim, que gobierna al norte desde 1955, había extendido la mano a un presidente de la zona capitalista. Nunca.
No menos significativo fue que estuvo acompañada de Kim Yong-nam, presidente honorífico del norte y el funcionario civil de mayor rango en acudir jamás al sur, lo que abre la esperanza de que el dictador Kim Jong-un, al menos por un tiempo, parará sus provocaciones armadas.
Por otro lado, en la misma Pyeongchang estuvo la siempre glamurosa Ivanka Trump, que lideró una delegación estadounidense, no para expandir por Asia su marca personal de ropa ni sus perfumes, sino para presionar a Corea del Norte. Trump, hija y asesora del desconcertante Presidente de EE.UU., arribó a los Juegos justo cuando su padre anunciaba el “mayor conjunto” de sanciones económicas contra el régimen de Kim Jong-un, enfocadas en 27 compañías navieras que comercian con el sombrío país asiático.
Quizás sea ingenuo esperar que gracias a esta ‘ékécheiria’ el deshielo continúe y se firme no solo un tratado de desarme, sino la reunificación coreana. Después de todo, lo normal es que los tejemanejes diplomáticos relacionados con los eventos deportivos no suelen generar grandes cambios.
Son proverbiales los usos propagandísticos que Adolf Hitler y Benito Mussolini hicieron de los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936 y del Mundial de Fútbol de Italia en 1934, en ese orden. La dictadura argentina de Rafael Videla intentó recomponer su imagen con el Mundial del 78.
Y los boicots de Estados Unidos a los Juegos de Moscú en 1980, y de la Unión Soviética a los de Los Ángeles en 1984, han generado páginas de análisis y documentales de la Guerra Fría. Al contrario de lo que se vive gracias a Pyeongchang, el deporte no ayudó en los años 80 a que el mundo dejara de temer una guerra atómica. Pedir boicot a los juegos se hizo común.
Ni qué decir del duelo entre israelitas y musulmanes. El sangriento atentado terrorista de Septiembre Negro en los Juegos de Múnich de 1972 desató una enorme crisis diplomática que aún hoy genera dolor. La ‘ékécheiria’ no rige para los iraníes, que desde 1980 se niegan a enfrentarse a ningún competidor de Israel. Cuando un nadador de Irán es colocado en una llave con uno israelí, simplemente no se presenta, aunque tenga opciones de oro.
Esto no quiere decir que todos los estados musulmanes desvaloricen el deporte para impulsar su diplomacia. Catar ha convertido al deporte en un instrumento de expansión de su influencia pero también pare defenderse de sus vecinos del Golfo Pérsico.
Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos (otro país que venera los eventos deportivos), Egipto y Bahréin impusieron un embargo a Catar, acusado de financiar al terrorismo.
El Mundial de Fútbol del 2022 ha generado controversia por las sospechas de que hubo compra de votos, pero este país de dos millones de personas y 50 grados centígrados en verano también ha conseguido los mundiales de Balonmano (2015), de Ciclismo (2016), de Gimnasia Artística (2018) y el de Atletismo (2019).
Busca su propio premio de Fórmula 1. Los jeques han entendido lo rentable que puede llegar a ser la ‘ékécheiria’ como arma para ganar apoyo en el mundo.