Trabajadores de la escudería Ferrari ponen a punto el auto del piloto Sebastian Vettel, en octubre.
En la serie documental ‘All or Nothing’, del club inglés Tottenham (emitida en la plataforma digital Amazon Prime), el director técnico José Mourinho se muestra impotente y desbordado. “Llevo 20 años en el fútbol y creo tener respuestas para todo. Pero esto (la crisis del coronavirus) nos ha superado. No sé qué es lo que tenemos que hacer”.
El episodio rememora los hechos ocurridos en la segunda semana de marzo, cuando el mundo, tal como lo conocíamos, empezó a mutar hacia esta nueva realidad de mascarillas y distancia social.
La Premier League, donde compite el Tottenham de ‘Mou’, se suspendió por el aumento exponencial de contagios en Gran Bretaña. También lo hicieron, casi al mismo tiempo, la Fórmula 1, la NBA, el fútbol americano, la Champions League y las copas de fútbol de Sudamérica.
El consenso era similar entonces: en una primera fase había que precautelar la salud de los integrantes de los deportistas y trabajadores. Pero el show debía continuar.
Cabe citar el caso de la Premier. Si el torneo inglés se declaraba desierto y la actividad no se retomaba, las pérdidas habrían alcanzado los USD
1 250 millones. La NBA presupuestaba cifras en rojo de hasta USD 1 000 millones. La pandemia amenazaba con arrasar las competiciones del mundo.
Los contratos por la televisión y la exhibición de las marcas comerciales en los partidos hacían inviable la posibilidad de frenar todo el año. Había que buscar una alternativa.
Por ello, la industria planeó la instauración de burbujas para encapsular a sus actores, y permitir que los calendarios se cumplieran y los auspiciantes y la TV quedaran contentos.
Lo primero fue establecer rígidos protocolos de seguridad y abastecerse de importantes cantidades de pruebas PCR para hacer evaluaciones periódicas a los deportistas. En ese contexto hubo una certeza: se volvería a competir, pero sin aficionados en las tribunas. A partir de ese momento, el deporte se convertía en un espectáculo telemático.
En mayo, una de las primeras competiciones en reiniciar fue la Bundesliga alemana, después de la furiosa primera ola del coronavirus en Europa.
Allí hubo voluntad política: la canciller Ángela Merkel, que vio con buenos ojos la posibilidad de que el país fuera un pionero en el retorno a los deportes, autorizó los protocolos. Se realizaron 9 000 pruebas PCR en las nueve fechas que restaban por jugarse y el poderoso Bayern Múnich logró su octavo título consecutivo.
El paradigma alemán fue imitado por otras ligas de fútbol en Europa e incluso sirvió como referencia para que Ecuador retomase la actividad del fútbol en agosto, aunque con notorias diferencias: los clubes locales usaron más pruebas rápidas que PCR.
Otros deportes se animaron a sumergirse en burbujas. La NBA, por ejemplo, se concentró en las instalaciones de Disney World, en Orlando, para terminar la temporada regular y jugar los ‘playoffs’.
El precio que se pagó fue la libertad de los protagonistas. Durante tres meses, de julio a octubre, los equipos permanecieron confinados en la casa de Mickey Mouse.
Allí había canchas de juego y de entrenamientos, además de hoteles y supermercados. Pero no estaban permitidas las visitas ni las salidas. En las zonas comunales estaba prohibido estar sin mascarilla. Las PCR se aplicaban todo el tiempo. Si un deportista daba positivo, era aislado por 15 días. El certamen nunca se paralizó hasta que, en octubre, Los Ángeles Lakers de LeBron James se alzaron con la corona.
Las grandes pruebas del ciclismo, el Roland Garros, el US Open de tenis y la Fórmula 1 también encapsularon a sus estrellas. Pese a las precauciones, las fallas se presentaron. En Ecuador, las burbujas de la Copa Libertadores y de la Tricolor se rompieron y hubo futbolistas contagiados, aunque sin mayores consecuencias para la salud. El deporte profesional siguió activo.