La final confirma, entre otros asuntos, la tendencia de que los clubes de Guayaquil se han transformado en los dominadores del fútbol ecuatoriano. ¿Qué ha permitido que quedara atrás la terrible década de inicios de siglo XXI, en que con la justas Emelec ganó dos títulos mientras en Quito hasta se celebraban copas internacionales? Hay dos razones claves. Una es la estabilidad.
Se han acabado (¿para siempre?) las eternas y suicidas pugnas dirigenciales que derivaban en golpes de estado, desmotivadoras incertidumbres entre los cuerpos técnicos y dramas con los jugadores. La continuidad del liderazgo es la gran razón para que azules y canarios hayan sido más que protagonistas en estos años. Mientras Deportivo Quito ha tenido más presidentes que país subsahariano en esta temporada, en los clubes guayaquileños se respira armonía, planificación, un cierto orden. Hay problemas, pero son incomparables con los años en que BSC era (des)gobernado por marqueses, locos y loqueros.
La otra razón es económica. Emelec ha sido sólido y BSC ha dado pasos muy firmes para librarse del peso de su deuda y atenerse a un presupuesto. Con esa disciplina ha sido más fácil proyectarse con planteles interesantes y competitivos, algo que explica en cambio el bajón de Liga de Quito, que ha cuidado mucho el dinero para no caer en el agujero negro de los chullas.
La gran deuda está en las formativas, rubro en que Independiente del Valle está dejando en vergüenza a todos los equipos del país, no solo por sus enésimos títulos sub 18 y sub 16, sino por el sistema integral de formación. Eso evita que la dominación de Guayaquil sea absoluta.