Eso de que uno de los problemas de Quito es la construcción informal, que sobrepasa el 60% de las 764 167 viviendas que existen en el Distrito Metropolitano de Quito, es un asunto requeteviejo. Y lleva adosado varios males urbanos. El más preocupante es que aumenta el riesgo de catástrofe en proporción geométrica a la magnitud de un terremoto.
Los continuos sacudones que vive la capital por culpa de la ya temidísima ‘falla de Quito’ no hacen sino aumentar los temores de los citadinos, que ya dormimos con el un ojo abierto y casi, casi vestidos. Si temblores de 4 y 5 grados Richter causan problemas, ya se puede imaginar que haría, Dios no quiera, uno de 6, 7 o más intensidad.
Claro, los inmuebles más afectados por estos movimientos sísmicos serían los informales; la mayoría levantada a pulso y a ojo de ‘maestro mayor’ por sus propietarios.
Pero si bien muchas de estas construcciones son producto de la pobreza, el quemeimportismo y la desinformación de la población; también es cierto que la desidia y la falta de control por parte de las entidades encargadas de estas funciones han puesto su grano de arena.
El uso indiscriminado del suelo agrava el riesgo. Levantar viviendas junto a los taludes o quebradas es como ponerse la soga al cuello. También, lo es el deforestar esas pendientes. Y Quito está lleno de viviendas al borde del precipicio, aunque las ordenanzas prohíben su construcción.
Claro, por la gran extensión del territorio del Distrito, el control total es utópico pues demandaría de una ingente cantidad de dinero; plata que el Municipio no tiene.
¿Qué hacer entonces? Difícil respuesta. Concienciar a la ciudadanía de que es su vida y la de sus seres queridos las que están en juego, podría ser el comienzo.