La fachada muestra la fusión republicano-art déco en toda su magnitud. Fotos: Julio Estrella / EL COMERCIO
Dibujada en la esquina de las calles Jorge Washington y Ulpiano Páez, en la periferia suroccidental de La Mariscal, está la casa.
El blanco puro de sus fachadas, complementado por el cálido tono de la madera de ventanas y balcones, contrasta con la fisonomía del resto de inmuebles de la zona. Estos muestran variopintos rostros, acicalados por el bullicioso maquillaje de la publicidad actual.
No por nada este barrio, nacido en la primera mitad del siglo XX, es ahora la ‘Zona’, el reducto sociocultural que quiteños y afuereños buscan para relajarse, sacarse el estrés nuestro de cada día y, cuando se puede, hasta echarse una canita al aire.
Es un inmueble de casi 1 500 m² de superficie, divididos en dos plantas, una terraza y patio-jardines. Es, asimismo, uno de los ejemplos más representativos del estilo republicano ecuatoriano, aunque con muchos elementos -constructivos y decorativos- del art déco, ese movimiento artístico que nació por 1920 como respuesta al adocenamiento del art nouveau.
El comedor está lleno de detalles decorativos y cuadros.
Por esas cualidades, explica su actual propietario, el ecuatoriano con ascendencia húngara László Károlyí, es un predio enlistado en el Patrimonio Cultural capitalino. Es, también, un inmueble lleno de historia y reconocimientos como el Premio Ornato de Quito, que le fue entregado en 1933, tres años después de su inauguración.
¿Por qué se habla de un inmueble y no de una vivienda? Porque, curiosamente, nunca fue una residencia, explica Károlyí.
Su primer dueño, el español Ramón González Artigas (nieto del prócer uruguayo José Gervasio Artigas) concibió la construcción como un club ‘masculino’; es decir, como un lugar donde los jóvenes y caballeros de la época podían socializar, practicar juegos populares como las cartas o el billar y tomarse unos traguitos de los licores preferidos en esas fechas.
González levantó un edificio de la más alta gama. Toda la madera -de olivo- que se empleó en puertas, ventanas, pasamanos y canecillos fue traída expresamente del Uruguay. En los hermosos artesonados y otros decorados tallados se usaron también el bálsamo y el cedro.
La magnificencia del artesonado del techo de bálsamo del salón principal domina la estancia. La chimenea está hecha en piedra.
El club funcionó por varias décadas hasta que sus usuarios habituales migraron hacia zonas como El Batán, Los Chillos y luego Cumbayá. Eso impulsó al dueño actual a recuperar la valiosa arquitectura pero para otra función: la del hotel cuatro estrellas Cultura Manor.
La restauración -que respetó la tipología original al máximo- logró el cambio en siete años. “Por ser un bien patrimonial nos demoramos tres años en cumplir con los requisitos y otros cuatro en las obras”, enfatiza Károlyí.
El resultado se resume en 8 suites de lujo (de entre 50 y 90 m²), un restaurante temático, una cocina de última generación, salón de lectura, terraza recreativa, huerto orgánico… Todo encerrado por un marco de historia y tradición.