La vivienda de 507 metros cuadrados está conformada por dos eslabones abiertos, que se concatenan en un ocho horizontal, como un símbolo de lo infinito. Está en Sangolquí. Fotos: cortesía Sebastián Crespo.
Diseñar una casa para alguien es construir un retrato,el de uno o más seres humanos en su relación con otros y con su entorno.Este es el principal precepto de los creadores de la Casa Ortega, una vivienda de 507 metros cuadrados de construcción, ubicada en Sangolquí, en el valle de Los Chillos.
La Casa Ortega fue diseñada para un hijo devoto, asegura Ana María Durán, quien estuvo a cargo de la obra, junto con Jaskran Kalirai, ambos de Estudio A0. El encargo estaba claro: un pabellón para los padres, otro para Raúl, el hijo, y una potencial familia.
Se trata de una obra que acoge dos casas en una; cada una independiente e interconectada con la otra a la vez.
Esto se logró, entre otras cosas, con dos eslabones abiertos que se concatenan en un ocho horizontal como símbolo de lo infinito, del eterno retorno, comenta Durán.
Una forma de desatar los lazos sin rasgarlos es ofreciéndoles su justo espacio, acota la arquitecta. Lo social (cocina, comedor, sala) podía compartirse y lo privado (habitaciones y baños) podía separarse.
El punto de partida fue el ensamblaje de dos piezas de igual forma pero de distinta escala, compuestas por una C que abrazara un jardín para Raúl y otra que abrazara un espacio similar para sus padres. La primera recibiría el sol de la tarde y se orientaría hacia la cordillera que perfila su horizonte, la segunda recibiría el sol de la mañana y se orientaría hacia el interior.
El estilo industrial se percibe a través del metal, fusionado con vidrio y accesorios.
Por la naturaleza doble de la casa, la superficie de la zona privada, en la segunda planta, superó a la superficie de la zona compartida y semicompartida, en la planta baja. Un par de muros inclinados salvan la diferencia y adquieren su propia función y vida; uno como biblioteca escalonada y el otro como jardín interior, donde se escalonan las macetas.
Por supuesto, serían importantes los materiales y las texturas. Así que se consideró el hecho de que la familia administra dos fábricas: una se especializa en la manufactura de piezas de madera y otra, en la producción de envases plásticos para hospitales.
“Visitarlas fue memorable”, dice la arquitecta, y cuenta que la fábrica de madera es un gran galpón bien iluminado, construido por Raúl, mientras que la de envases plásticos es un laboratorio químico.
Por ese motivo, la Casa Ortega tenía que incorporar un carácter industrial. La estructura sería de acero, con su lógica de ensamblaje. Pero la familia no quería vivir en una fábrica. Raúl creció en Sangolquí, hace poco un valle agrícola punteado con hornos de ladrillo, cuyas burbujas negras de melcocha marcaban la caligrafía de los muros. Así que la casa tenía que ser un híbrido de fábrica y vivienda rústica de campo, específicamente, de ladrillo. Era necesario apegarse al contexto.
En interiores y exteriores, el ladrillo se luce como elemento principal de la edificación.
Y, lo más interesante, debía tener “un toque femenino”. Raúl es un ser profundo, señala Durán. Se proyecta pensando en sí mismo y en otros: sus padres y, algún día, su esposa y sus hijos.
Raúl lo había meditado antes de contactarse con el estudio de arquitectura: quería que su casa fuese diseñada por una mujer. “Si trabajo con un hombre, la casa será una casa de hombres, con demasiada energía yang”, le dijo a Ana María Durán. “Quiero una casa donde puedan ser felices también las mujeres y los niños. Una casa con su dosis de yin”.
Casa Ortega, de hecho, es una oportunidad para la estancia plácida de los adultos y para las travesuras y aventuras de los más pequeños.