Ya han transcurrido algunas semanas desde que el escritor Javier Sierra, que estuviera de visita en nuestro país para la promoción de su novela ‘El fuego Invisible’ (Premio Planeta 2017), me comentara su desazón porque en un viaje a Cuenca no logró conocer la colección de arqueología y objetos antiguos de origen desconocido que perteneció al padre Carlos Crespi, adquirida en 1982 por el Banco Central del Ecuador.
Luego de esta primera expedición fallida de Javier Sierra, en la que solo se le mostraron unas pocas piezas que se encontraban en restauración, todas ellas de una belleza y singularidad notables, solicité al Instituto Nacional de Patrimonio Cultural que, junto a otras personas interesadas, se nos permitiera conocer la colección que se conserva en algún lugar del edificio del Museo Pumapungo en Cuenca. Tanto el director del INPC como sus funcionarios colaboraron amablemente para hacer la visita. Tras haber coordinado el viaje desde distintos puntos del país, tres personas llegaron al museo en el día y a la hora prevista, pero una funcionaria alegó que no era posible ver las piezas porque el encargado de la custodia había viajado llevándose las llaves de la bóveda.
Hace pocas semanas viajé otra vez a Cuenca e intenté visitar la colección. Hice las gestiones esperando que aquel misterioso centinela no estuviera de viaje o enfermo o indispuesto para mostrarme la colección del padre Crespi. Nuevamente los funcionarios del INPC hablaron con la encargada del museo para me recibiera, y luego de varias llamadas y mensajes, ella me aseguró que al día siguiente hablaría con el curador técnico responsable de la colección para realizar la visita. Sin embargo, la esquiva señora desapareció misteriosamente. Por suerte conservo aún los mensajes que intercambiamos esos días hasta que se produjo su repentina evaporación.
No parece que esta frustrada pretensión de conocer la colección Crespi sea el resultado de una racha de mala suerte, y al mismo tiempo tampoco imagino cuáles son las razones que tienen ciertos funcionarios para guardar con tanto celo unas piezas que deberían ser exhibidas para que las conozca todo el público interesado en ellas, y sobre todo, para que sean examinadas y datadas con técnicas modernas y así sepamos con exactitud a qué cultura, origen y época pertenecen, o si quizás alguna resulta ser falsa. O, en caso de ser auténticas, saber qué historia sobre la humanidad en general y sobre nuestros propios orígenes nos pueden contar esos extraños objetos.
Al igual que sucede con la Cueva de los Tayos (de donde se presume salieron varias de las piezas de Crespi), aún quedan demasiados misterios por descubrir alrededor de esa vasta e inexplorada cueva y sobre los objetos que allí se habría encontrado. No sea que en cualquier momento regrese el fuego maldito, como le sucedió al propio padre Crespi en 1962, y arrase con su furia los últimos vestigios de una colección que podría revelarnos muchos secretos.