Con inusitada frecuencia encontramos noticias, generalmente escandalosas, sobre sucesos ocurridos en las cárceles del país (pues más allá de un lenguaje políticamente correcto, hay que utilizar las palabras que corresponden a la realidad de las cosas).
Motines, disputas entre mafias y homicidios consiguientes, fugas, quejas y reclamos de diverso orden, hasta el ingreso de una falsa ambulancia. Y en todas ellas subyace una realidad incontrovertible, a la que no se suele dar la necesaria relevancia: las cárceles ecuatorianas, algunas de reciente construcción, no cumplen los requisitos básicos que se exigen para estos locales; son extremadamente peligrosas y no se ajustan, por supuesto, a las aspiraciones ideales que, casi poéticamente, señala la Constitución: en ellas “ se promoverán y ejecutarán planes educativos, de capacitación laboral, de producción agrícola, artesanal, industrial o cualquier otra forma ocupacional, de salud mental y física, y de cultura y recreación”.
Si tales aspiraciones han sido siempre de difícil, sino imposible cumplimiento, en las actuales circunstancias han devenido en una utopía irrealizable. ¿Por qué? Primero que todo porque las cárceles, diría que todas las cárceles del país sin excepción, han sobrepasado de lejos su capacidad de alojamiento. Ya lo decía hace pocos días un alto funcionario: próximamente las cárceles, como las posadas abarrotadas, tendrán que no admitir a quienes llegan a sus puertas, pues ya no tienen donde alojarlos. Sin los eufemismos al uso, se puede concluir que se está viviendo una verdadera crisis penitenciaria.
Esta sobrepoblación (en estos últimos años se ha triplicado) no es necesariamente el producto de una administración de justicia más eficiente; es más bien la consecuencia de una legislación más represiva, que ha creado nuevos tipos penales, que ha endurecido significativamente las penas y las circunstancias agravantes, a más de varias otras reglas de dureza.
Se puede sostener que todo ello responde, de alguna manera, a reclamos de una sociedad alarmada por las manifestaciones agresivas de la criminalidad; y que continúa pidiendo a los poderes públicos una mayor severidad en las leyes y en su aplicación. Se ha llegado inclusive a la inaudita resolución de la Asamblea en la que se pide a los militares que salgan a las calles a controlar a los delincuentes. Tal situación le coloca al país en un grave dilema. Mayor dureza, cada vez más personas enjuiciadas y apresadas, cada vez mayor población carcelaria, cada vez más problemas y peligros en las cárceles. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que se haga realidad el pronóstico de que ya no entra un preso más?
El asunto es muy grave y requiere que se lo examine con sapiencia, sensatez. Desengañémonos: la crisis no se resuelve con más leyes represivas. Hay que reflexionar sobre las experiencias de estos años y llevar adelante las reformas que aconseja la prudencia.