Tradicionalmente, Colombia ha sido un Estado que ha brindado acogida a personas vinculadas con la defensa de los DD.HH. o a quienes han sido víctimas, de una u otra manera, de persecución política y/o judicial en sus países.
Por ejemplo, el expresidente peruano Alan García Pérez halló refugio en territorio colombiano.
En el asilo bogotano (y también parisino), el aprista halló la fortaleza para adaptar su discurso político a los tiempos modernos, alejarlo de aquel que derivó en una hiperinflación de 1 722% en 1988 y de 2 775% en 1989, durante su primer mandato (1985-1990). Luego, pudo ganar de nuevo los comicios presidenciales y así volver a la Casa de Pizarro para el período 2006-2011.
Pero la suerte de García no la han tenido los jóvenes venezolanos Lorent Gómez Saleh y Gabriel Valles, integrantes de la oposición al gobierno del mandatario venezolano Nicolás Maduro.
Ambos fueron deportados, la semana pasada, a su país de origen y ahora están a órdenes del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin). Y pudieran correr el mismo destino de dirigentes de la oposición, como Leopoldo López, quien sigue en la cárcel. La Cancillería colombiana ha justificado la resolución “por violación a las normas migratorias del país”.
En Colombia, la expulsión de los dos detractores del Régimen del sucesor del fallecido Hugo Chávez ha activado una ola de protestas. Las más duras provienen del Centro Democrático, el movimiento del exgobernante Álvaro Uribe, exaliado del presidente colombiano Juan Manuel Santos y quien ha devenido desde el 2010 en el mayor detractor del actual inquilino de la Casa de Nariño.
La más fuerte de las críticas al sucesor y exministro de Defensa de Uribe se refiere a la supuesta postura de Santos de desentenderse de lo que ocurre en Venezuela, con el propósito de sellar el acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC. El proceso de diálogos se realiza en Cuba con la participación directa de Caracas.