Conforme se aproxima la visita del Papa, habrá personas que compartan mi preocupación al saber que hay naciones donde la religión tiene un rol mínimo en la sociedad y su existencia se reduce al ámbito personal. Allí, la religión no se involucra en política y decisiones de Estado. Son países mayoritariamente ateos, económicamente poderosos, socialmente justos y tecnológicamente avanzados. Allí se respetan la libertad individual, expresión de ideas, méritos personales y son muestra evidente de que no es necesaria la existencia masiva de adeptos a la fe para llegar a ser sociedades prósperas. Suecia, Dinamarca, Japón, Hong Kong y Reino Unido son ejemplos que sustentan mi argumento. Trabajos como los de Tom Rees (Journal of Religion and Society) y Lisa Keister (American Journal of Sociology), así como datos cuantitativos levantados por Gallup, me permiten afirmar que prosperidad y religiosidad no hacen buena pareja para el destino de las naciones.