Soy nieto de uno de los soldados de Alfaro, de aquellos que pusieron el pecho a las balas y no pensaron en otra cosa sino en la causa que defendían y en algunas ocasiones escuchamos de sus labios la verdadera tragedia que resultó, especialmente del combate de Yaguachi, en donde los muertos se amontonaban a la salida de los de los vagones del ferrocarril que los transportaban desde la Sierra. Según mi abuelo, el número de muertos era de varios centenares, y consecuentemente la derrota posterior obligó a muchos de ellos a regresar a su lugar de origen, tras un amargo recorrido que en su caso duró tres meses, ya que debían esconderse durante muchos días y transitar por caminos no accesibles sino a quienes están acostumbrados a caminar solo por la noche para evitar ser ajusticiados en el sitio en donde se los encontraba.
Como suele suceder en todas las revoluciones y guerras que periódicamente asolan los pueblos, quienes debían enfrentar los combates no eran los señoritos ni los generales ni los “poderes fácticos” tan mencionados en estos días, sino el pueblo popular: los Quishpes, los Toaquisas y más apellidos de nuestro campo, los hijos de aquellos que servían de cocheros, de vivanderas, de mercaderes de chucherías, en otras palabras los hijos de la miseria, que no tenían en aquellos tiempos sino una alternativa: enrolarse en las filas del revolucionario que más ofertas hacía, tal como sucede actualmente, y en palabras textuales de mi abuelo acicateados por “las horitas de saqueo” que se prometía a los vencedores.
El hacía un análisis del por qué fue arrastrado e incinerado su ídolo: don Eloy como él decía y en palabras frías y cortantes se expresaba así: “El pueblo de Quito se desquitó matando a él y a los que le acompañaron de todos los muertos de esa maldita campaña”. Hoy con el paso de los años puedo confirmar sus palabras con los ejemplos casi permanentes de linchamientos de ladrones y criminales a quienes la justicia no los sanciona y el pueblo ejerce -sin justificación- la sanción que según su entender merece el ofensor. En otras palabras siempre en el país ha existido una tradición de linchamientos desde la Colonia hasta nuestros días, cuya causa no es otra cosa que la justicia sesgada o inexistente que se ha perpetuado en el país.