Corría el año de 1967 y en un día y mes que no puedo precisar, ocurrió que en casa se había recibido la visita de un amigo que quería conversar con papá. Al llegar al segundo piso con la intención de salir, mamá me detuvo para indicarme que no pase por el comedor contiguo a la sala pues papá tenia visita. Muy calladamente bajé las gradas hasta el último descanso que daba a la puerta de salida al jardín delantero que conducía a la calle Madrid, cuando escuche algunos “gritos” de papá y unos reclamos pidiendo calma de otra persona. Mamá con gritos de angustia exclamaba ¡qué pasa, qué pasa! pues los había oído también y bajaba presurosa. De repente se abre la puerta que conducía a la sala y comedor y mi padre agarrado de la solapa del terno del visitante y la parte posterior del cinturón del pantalón lo conducía a esa puerta de salida. Miré como el señor caminaba rápidamente hacia la calle recomponiendo su traje mientras papá le decía a mamá “ven, no sabes a lo que vino”. Yo, anticipando razones pensé en la valentía con que mi padre empujaba a un hombre más alto que él hacia la calle. Durante algunos meses mi padre mantuvo discrepancias políticas con el presidente Otto Arosemena después de haber colaborado con él desde la Administración General. Papá se dirigió y lo que había quedado de un vaso de whisky y lo bebió de un sorbo mientras mamá le preguntaba ¿qué pasó? Recuerdo más o menos los términos de este dialogo. “Este, conociendo como soy, se atrevió a manifestarme que venía de parte de un amigo, a ofrecerme un puesto de alta jerarquía en donde podía hacer plata con los contratos que debían firmase para poner en marcha el Inecel y su posterior funcionamiento, si yo me callaba. Así que le saqué de nuestra casa y le grité por su atrevimiento”. Esto no viene de Otto le dijo y mamá respondió, estoy de acuerdo. ‘Que desfachatez pensar que nuestros apellidos se manchen de esa manera’. En ese momento, comprendí la verdadera valentía de mi padre.