¡Qué horror! ¡Virginidad, castidad, abstinencia! Estas palabras causan horror, susto y hasta vergüenza en estos días.
Pensemos en ellas, y un poco más allá, pensemos en su práctica, no como algo forzado sino como una decisión propia, no como algo para desdeñar a los demás sino como un camino a seguir, no como lo único y sublime sino como una manera distinta de ver el mundo.
Imaginemos: un mundo donde el sexo esté reservado exclusivamente para el matrimonio con un solo compañero sexual para toda la vida por propio deseo y no por imposición, con plena libertad y consideración mutua. En este imaginario, el placer sería total entre dos porque es lo que desean; las enfermedades sexuales se quedarían en dos infectados, los niños vendrían bajo el amparo de una familia ideal, la píldora del día después no se necesitaría, y los “cachos” solo serían una forma criolla de llamarles a los croissants.
Si bien de la castidad y la virginidad se abusó en el pasado, hasta llegar a niveles destructivos, ciertamente es algo a lo que deberíamos regresar a mirar, cambiando la obligación, lo mojigato y la opresión por el respeto, la consideración y el amor. Piénselo por un segundo. No es el cuco, es solo un plan que podría ser mejor.