En nuestro ambiente político, vemos la facilidad con la que se endilgan calificativos a los contrarios, por el solo hecho de coincidir plenamente con postulados o intereses de quienes así califican a los opositores o contrarios. Uno de estos calificativos que cierto grupo político esgrime con facilidad para calificar al sucesor, colocado por ellos mismos en esa posición, es el de traidor.
Pero ¿qué implica el ser traidor? Pues simple y llanamente, aquel que falta a la confianza en él depositada. No se debe considerar traidor a aquel que impone principios a lealtades malhechoras.
No puede ser traidor aquel que descubre fechorías y las denuncia, aun cuando el denunciado haya sido quien lo aupó para ocupar el cargo en el cual descubre los ilícitos. La verdad debe primar por sobre lealtades malentendidas o por sobre cualquier ideología. Tampoco califico de traidor a aquel que habiendo sido electo con el apoyo de cualquier grupo, una vez en el cargo, aplica sus propias directrices.
Traidores son aquellos, que habiendo gozado del favor del voto popular, pretenden que su ideología está por encima del bienestar de los que lo eligieron. Traidores son aquellos que habiendo sido electos utilizan sus posiciones para permitir o, aún peor, cometer actos ilícitos. Traidores son aquellos que tuercen las leyes para su impunidad y beneficio. Aquellos que manipulan en su propio provecho el aparato puesto a su cuidado. Traidores son aquellos que obtienen títulos profesionales con trampas, o, que a sabiendas adoptan, desde puestos de mando, medidas que perjudican al pueblo.