Posiblemente el sentimiento de soberanía no estaba a florde piel en la mayoría de los ecuatorianos. Su excelencia, el jefe de Estado, nos ha hecho despertar nuestra conciencia soberana.
Somos soberanos para cultivar amistades como del señor Gadafi o para hacernos ciegos, sordos y mudos sobre las inmisericordes y crueles matanzas en Siria. Usamos nuestra soberanía para recibir con honores y cultivar amistades como la del presidente de Bielorusia, personaje fuertemente cuestionado por Naciones Unidas, o para explicar, como democracia diferente, la dictadura de los hermanos Castro. Nos llenamos de soberanía para cuestionar el proceso del congreso paraguayo, fijándonos la paja en el ojo ajeno y olvidándonos de la viga en el propio.
Nuestro discurso soberano alcanza para, violando la legislación, designar a un extranjero nacionalizado para Viceministro de Relaciones Exteriores, o para nombrar portaestandarte de nuestro sagrado emblema nacional a un deportista oportunamente nacionalizado, nombrándolo abanderado deportivo en Londres.