El síndrome de la mascarilla

Nuestra insufrible burocracia está padeciendo una novedosa enfermedad, presumiblemente causada por el uso obligatorio de las mascarillas. Los afectados, muy cómodamente apoltronados detrás de las ventanillas, sufren un incontinente deseo de castigar al parroquiano, de cualquier manera posible.

Ningún interés muestra en agilitar los tediosos trámites que los mantienen con vida. Los científicos atribuyen esto a una deficiente oxigenación de las células del músculo cardiaco, generadoras de afectos y sentimientos de empatía hacia el prójimo, además de un severo bloqueo neuronal que les impide congraciarse con el género humano, que es fiel seguidor de la interminable fila humana que lo agobia. Son las llamadas “colas” que tanto fascinan a nuestros directores institucionales, quienes se regodean observándolas, creyendo que son muestras evidentes de su gerencial eficiencia.

De las cuatro ventanillas disponibles para la atención al público, por razones de estrategia táctica, tan solo funciona una, ya que los funcionarios de las otras tres están inmersos en mayúsculas tareas, posiblemente de incumbencia internacional. Es pertinente recordar la ríspida actuación del guardia, colocado estratégicamente a la entrada de la institución, cuya inobjetable tarea es la de hacer desistir a los necesitados del trámite, asegurándoles que es imposible que los atiendan hoy. Mandan a los feligreses a una página electrónica que, por misteriosas razones, nunca funciona para el común de los cristianos. Estos fariseos modernos, de rostro oculto y atemorizante mirada, se deleitan con el sufrimiento ajeno, se inventan requisitos imposibles de cumplir y quieren que otros hagan lo que ellos no pueden hacer. Sí, parece que la patria avanza, pero hacia atrás… 

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