Escribo estas líneas no para agradar, sino más bien como un necesario desahogo poético. Y es que lejos de sumarme al jolgorio generalizado del pasado domingo, me sumergí en una sincera tristeza, en una incertidumbre sin nombre.
Sé que lo correcto hubiese sido alegrarme en nombre de la patria, más debo confesar que no suelo hacer lo correcto, sino que lo que manda mi conciencia que es muy distinto, tratando siempre de ser consecuente entre lo que digo y lo que hago. Muchos dirán que valieron la pena estos días de protesta, sin embargo considero que el camino para llegar al “consenso” fue demasiado virulento, dejando al paso cadáveres imposibles de olvidar. Y cuando me refiero a ello no solo lamento las muertes ocasionadas a consecuencia del paro, sino el putrefacto olor proveniente de la violencia, el fanatismo, la ignorancia, la barbarie, la destrucción consciente a los bienes públicos de la ciudad, el ataque constante a quien piensa distinto, a quien busca escaparse de la masa por tener criterio propio. Quedan abiertas tantas heridas. Heridas que no se sanan con la derogación de un decreto. En estos días lo he cuestionado todo, y se me han ido al piso, ideas, conceptos, y cosas que daba por ciertas, más como soy de las que aprende de las crisis, la barbarie vivida me insta a volver con más fuerza a mi eterno amor: a la escritura, y con ella al estudio, la lectura, a los archivos, al trabajo radial, a Quito, a la ciudad querida, a esa a la que le dedico siempre mis mejores líneas, mi corazón, mi cabeza, mi constante vuelo.