En 1912, la naviera White Star Line desafió al mundo y a la naturaleza construyendo el más grande y lujoso transatlántico de la época, promocionado como insumergible. En la quinta noche del viaje inaugural el barco naufragó, muriendo las dos terceras partes de sus pasajeros y tripulantes.
Si hubiese primado la sensatez sobre la soberbia, se habría contado con botes y salvavidas para todos los ocupantes y no habrían muerto el 68% de ellos. Su capitán sabía que, frente a una eventualidad, solo podría salvar al 33% de su capacidad total y, pese a ello, zarpó. Probablemente, la fama, la vanidad o la ambición jugaron un papel protagónico en tan gigantesca desgracia.
El país está como un barco a la deriva, donde el capitán y sus subalternos tienen la obligación histórica de serenar los ánimos y generar confianza para evitar el pánico y la consiguiente tragedia.
Si son capaces de escuchar y hacer concesiones o perseveran en un capricho irresponsable y más radical, pasarán a la historia como quienes lo salvaron o lo enrumbaron velozmente hacia el iceberg.
“La mente es como un paracaídas… solo funciona si la tenemos abierta”: Albert Einstein.