Tras el despertar de la razón en el siglo XVII y la consecuente revolución industrial en el siglo XVIII, cientos de naturalistas y científicos alimentaron la necesidad de los imperios europeos por el conocimiento. Fueron estos exploradores, recolectando animales, plantas y minerales de todos los rincones del mundo, quienes llenaron los museos de Europa. Los latinoamericanos somos prontos a olvidar y quizás nunca entenderemos el poder que tiene la ciencia, quizás agobiados por la confusión general que siempre reina en nuestras sociedades. Olvidamos, por ejemplo, que fue gracias a la existencia de los Jardines Botánicos Reales, Kew, que Henry Wickham pudo sacar de Sur América las semillas de Hevea necesarias para quebrar las economías latinoamericanas y trasladar esa riqueza a las colonias de Asia, región que se convertiría en un poder económico, productora de caucho natural. Ese es tan solo un ejemplo de lo que, como latinoamericanos, perdimos por nunca reconocer el valor de los museos de historia natural. Hoy ya es tarde, la época en que podíamos llegar a tener museos respetables, a la altura del eslogan de la “biodiversidad”, parece habernos dejados para siempre. La conversión en cenizas del Museo Nacional de Brasil es un símbolo del valor que la región suramericana le ha dado a la ciencia; su destrucción es un emblema de nuestra obstinación por no entender que la única fuente posible de riqueza económica es a través de la inversión en ciencia y tecnología.