Algunas teorías hay sobre las consecuencias de dañar la moral de una persona; pero, sí hay una considerable coincidencia sobre sus soluciones:
1) El daño moral no atañe a la sociedad, por lo que jamás debe haber prisión. 2) La moral es un bien y, como todo bien, tiene que ser reparado cuando sufre un daño. 3) En consecuencia, hay que probar que la víctima se “dañó” de alguna manera. Se enfermó, se desprestigió, etc. Si se trata de enfermedad, al causante le toca pagar la curación, lo cual ratifica que sólo se trata de una reparación civil. En los casos de desprestigio, pérdida de fama y más resultados subjetivos, ya no se trata de reparación sino de indemnización.
Para calcular esta indemnización, ha surgido una nueva teoría: la del riesgo creado, que toma en cuenta las circunstancias de la víctima: su modo de trabajo, su función, su peso social. Es decir, mientras más conocida es la víctima más riesgo tiene de sufrir ofensas, de manera que ahora el criterio es al revés. Un presidente, valga el caso, tiene un papel social mucho más trascendente, está expuesto a más afectaciones. A
Dios o a otras divinidades, hay que temerles. A los monarcas había que reverenciarles. Pero, ahora, en democracia, a los mandatarios se les exige. Y, a esta capacidad del ciudadano, la moderna doctrina le cubre de sus potenciales excesos. La víctima está ahora sujeta a su propio “riesgo creado”.