Los compositores ecuatorianos, como si de Miguel Ángel se tratase, han logrado con su talento cual cincel mágico, esculpir en la aurífera mina de la música, composiciones escultóricas valiosas, verdaderas obras de arte, pero sin los mecenas, que si los tuvo el artista florentino, no han podido ser vendidas en el extranjero. Cierto día, un músico chileno me pregunta: ¿Por qué la música del Ecuador no trasciende sus fronteras, pese a gozar de una riqueza que pocos países poseen?; quizá porque ésta nos “delata”, nos dice de dónde venimos y recuerda quienes somos, me aventuré a responder, pilares filosóficos que sostienen aquel espejo en el cual nos resistimos a reflejarnos, pese a que al mirarnos en él, aparecerá la imagen, de la melodiosa flauta del otavaleño con su silueta en el páramo andino, la alborozada danza montubia o el cimbreante ritmo de la marimba, rasgos étnicos y culturales que no hemos aprendido a abrazar, irónicamente un conjunto de pueblos, manantial, desde donde brota nuestra música, y que la paupérrima educación social, académica y familiar, se han encargado de soslayar esta inagotable cantera artística, ahogando de esta manera, la construcción de una sólida identidad musical, en favor de ritmos advenedizos, ajenos. Si queremos que nuestra música vuele alto, cual cóndor surcando los Andes, unidos debemos ser y mirarnos de cuerpo entero en ese gigante e inconmensurable espejo, llamado… Eugenio, que encarna cultura, ciencia y libertad.