Vuelvo después de medio siglo a mi rinconcito natal del valle de Los Chillos, la hacienda El Carmen, a caminar por el sendero aquel que, cuando niños, fue el escenario de aventuras, especialmente en verano.
A igual que antaño inicio el recorrido en el puente angosto de piedra que se encuentra en la quebrada de Las Lanzas, en la vía que hoy a pocos metros se conecta con la Tambillo-Ibarra; bajo el puente la escasa corriente tiene sedimentos de aguas servidas; poco más adelante hacia el norte está el desagüe de una planta industrial que se vierte después de un proceso de tratamiento, se lo ve limpia; hay vegetación de algunas especies primarias mezcladas con árboles de eucalipto que de alguna manera han causado un cambio al ambiente, no veo alisos, sauces, retamas, ni chamburos y chiluacanes que calmaban nuestra sed; no encuentro el agua cristalina de aquellos mis cortos años; las piedras ya no son aquellas en las cuales se asentaban patillos con sus movimientos rítmicos y sus cantos que daban vida a nuestra ruta; nada de pequeños peces de río, oscuros, boca grande y dos antenas como barbas que atrapábamos.
Recuerdo la miel de las abejas silvestres y las hinchazones por todo el cuerpo; llego a donde las aguas fueron desviadas para un socavón, aquí habían nidos de pájaros albañiles -los llamábamos así porque construían en arcilla y pegado a la pared de tierra-, solo hay escombros.
Siguiendo el curso del río y después de que este se une con la quebrada Suruhuaycu, busco en vano el recodo en donde teníamos nuestra zona exclusiva de natación; hacia adelante “nuestro” río se une con el San Pedro, aquí crecían muzancetas cuyos troncos utilizábamos para hacer balsas y navegar que era un contento.
He sido testigo de cambios profundos, hemos matado al medioambiente. Escuchar o leer sobre la contaminación no produce el impacto que me causó cuando busqué y no encontré ni rastros de esa naturaleza que fue parte de la formación de mi generación, lo perdimos en tan poco tiempo.