Por mucho tiempo el pasillo fue la melodía de la crónica de nuestra desesperanza, que navegó por Latinoamérica a través de Julio Jaramillo y otros intérpretes ecuatorianos, y que cayó en el olvido por la irrupción de los Beatles, el rock y sus sucesivas multiplicaciones celulares, es muy cierto. Con el pasar de los años fue casi una música para locales pequeños, marginados y enormemente melancólicos, también es cierto. Que hasta lo escuchábamos en el fondo de nuestros mares es otra certeza, sino cómo justificar la existencia de los lagarteros, que en las costas del s. XXI han revelado que, finalmente, a pesar de lo implacable del tiempo, el pasillo no es un ejercicio intelectual, sino de un corazón adolorido, que siempre es actual porque sus canciones e intérpretes, vayamos adonde vayamos, siempre serán esa brújula imantanda que nos dirá que pertenecemos al pacífico. Por eso renegar de su patrimonialización se parece tanto a este siglo cambalache, que todo lo niega y casi todo lo afirma. Pues pocas veces se ha contado entre las líneas de las cuerdas de una guitarra la madurez cultural de nuestro Ecuador, tan necesario para nuestra autoestima, que no los sabremos sino hasta cantarlo con las luces del amanecer.