No fue sorpresa, porque su tránsito a la inmortalidad se veía llegar. Su vida había transcurrido en etapas políticas, docentes y de labor de escritor y periodista. Eximio ex alumno de los jesuitas, siguió las directivas de sus maestros que dirigieron su vida pletórica de méritos por los diversos senderos, impregnados de espiritualidad Ignaciana; por algo el segundo nombre que llevaba era Ignacio. De su pluma brotaron ensayos de carácter histórico y libros de valor literario y con aire filosófico, cumpliéndose lo que no hace mucho escribía el articulista de EL COMERCIO Fabián Corral: “El libro es la palabra bien escrita, es la de que debe perdurar”.
Múltiples y muy variados son los prismas que ostentan su ejemplar vivir. Heredero de nobles virtudes, patriota a carta cabal, sus convicciones íntimas eran en su desenvolvimiento público, cívico y social, la expresión del corazón rectilíneo en aras de la patria, porque decir ciudadano y decir patriota da lo mismo.
Salazar Alvarado ajeno a la política de acomodo, fue siempre leal con su doctrina y principios en todas sus actitudes. Lo vemos erguido ya que era de pequeña estatura en las curules legislativas, exponiendo en clara dicción y castizo lenguaje todo aquello que debía transmitir a sus conciudadanos. Recordemos que ejerció algunos cargos de prestancia con empeñosa solicitud, incluso junto a un mandatario presidencial. Lo mismo que el de Prefecto de la Provincia de Pichincha. Cúpule el honor de ser Embajador ante el Vaticano en época de la Canonización del Hermano Miguel.
Recordemos la expresión de Bergson: “Toda percepción es memoria”.
Que las palabras de alegría y admiración no hieran el legítimo dolor de los que lloran su partida.