Con secos y torcidos leños traídos de vecinos montes, encendíamos el fogón; de rústicas piedras,…fue construida la milenaria tulpa, henchidos pulmones avivaban la naciente chispa, tiznada y de pesado bronce, era la fulgurante paila, en cuyo caldeante fondo harinosas figuritas redondas, ovaladas, estrelladas, en forma de hojas, o como trenzas, moldeadas así con ternura por hacedoras manos, serían transformadas de suaves y blanquecinas masas, a crujientes y dorados panecillos, gracias a esos rojos carbones de inertes ramas, único combustible de aquella cocina ancestral.
Y es que cada dos de noviembre la humilde y generosa mesa de mi madre se vestía con su mejor mantel antes de recibir a la suprema mezcla, que contenía harina de los Andes, huevos de rebosantes nidos, achiote extraído de frescos cofrecillos arrancados de vecinos arbustos, más brillantes mantequillas color sol, y la infaltable cremosa leche que llegaba espumosa en aluminizados trastos desde el verde pastizal, ingredientes de mi tierra estos, que darían inicio a una amasadora ceremonia, alrededor de la cual, pequeños, jóvenes y adultos narrábamos alegres remembranzas al calor del alumbrante fuego, a la espera de que la humeante colada morada en el vecino ollón se coloreara con parameros mortiños, se endulzara con extranjeras moras, se volviera sublimemente acidita con la acorazada piña, y terminará definitivamente cocida en cuanto la harina del violeta maíz dejaba toda su espesura, y el aroma de la larguirucha hierba luisa derrame en el caldero su escandaloso olor, para luego en compañía de los calientes panes salidos hace poco de la incandescente hoguera, degustarla hasta el hartazgo en un colmado tazón, donde navegaba cual frágil barquito la fragante canela, y nadaba como redondo pececillo el inconmensurable anís.