Si se midiera el grado de desarrollo de un país en relación inversa a la cantidad de empleados del Estado y sus Instituciones públicas estaríamos fritos. La mayoría de nuestros jóvenes estudiantes solo aspiran a un título académico para luego conseguir “un carguito” ya sea en el Municipio, en algún Ministerio, en el Consejo Provincial o en cualquier empresa pública.
Es desalentador que así sea puesto que, el incremento de la ya enorme masa de burócratas es un lastre pesadísimo para el verdadero progreso del país y un colosal dispendio de inteligencias que serían mejor utilizadas si estuvieran enfocadas a generar emprendimientos productivos.
La consecuencia directa es la tramitología que nos asfixia y nos obliga a dedicar innumerables horas laborales, e ingente tiempo productivo para conseguir el ansiado permiso. Ningún trámite, por sencillo que sea es despachado en corto tiempo. El sentido común no les funciona a estos burócratas puesto que complican hasta los asuntos más sencillos y al contrario son incapaces de tomar una mínima iniciativa propia. El afán controlador de esta gente obliga al resto de los ciudadanos -que sí quieren hacer un trabajo productivo- a pedir autorizaciones y permisos hasta para bostezar.
Se podría objetar que todo este aparato se necesita para el buen funcionamiento del Estado. Pero la objeción sería válida si la ecuación “a mayor burocracia, mejores servicios” fuese cierta, pero la realidad nos revela que vivimos en un país caótico con resultados penosos y los servicios públicos son una caricatura.
Así las cosas, resulta que la gran mayoría de los burócratas son “inútiles mantenidos de la sociedad”. Se la pasan revisando solicitudes, redactando memorandos, poniendo vistos buenos, sumillando trámites, emitiendo informes intrascendentes que, la mayoría de las veces, deben ser repetidos porque el superior no se confía o los encuentra mal redactados o con escandalosas faltas de ortografía.