Habitan reinos prósperos; sus amuralladas fortalezas están en parques, plazas, aceras y rodantes predios; estos acorazados David(es), provistos de un persuasivo discurso, y una exigua mercancía en sus manos cual poderosa honda, cada día libran épicos enfrentamientos para derribar a ese Goliat disfrazado de pobreza, que amenaza con aplastar la aldea donde almacenan sus pequeños sueños; muchos de estos soldados luchan a hurtadillas de celadores del cabildo; a vista de estos y del soberano, son mercaderes ilegítimos, dicen, que profanan tierras patrimoniales, opacan con su presencia la luminosidad de dichos dominios, y su barullo incomoda al dispendioso forastero. Aquel gigante al que combaten crece desmesuradamente, y no avizoran la llegada de refuerzos hasta sus filas; aún así, no piensan desertar; es que si lo hacen, ya no llevarán hasta sus humildes alcobas el magro botín. Esos opulentos reinos continuarán conquistando reconocimientos y galardones, mientras tanto, aquellos furtivos mercaderes, seguirán profanando feudos, y jugando al gato y al ratón con los centinelas del orden, escabulléndose, mimetizándose, incluso evaporándose en la efervescencia de la tumultuosa urbe, para burlar al metropolitano Argos (vigilante mitológico de cien ojos). He visto de cerca este juego de subsistencia; por eso creo, que estos infatigables obreros, de auroras, crepúsculos, y soles abrazadores, en el Día del Trabajo, se han hecho justos acreedores a un merecido homenaje.