En nuestra época juvenil entre los 16 a 18 años, el sueño era jugar para un equipo de los amores, ser observado y aceptado era fiesta familiar y del entorno de amistades. Con nuestros limitados recursos comprábamos la camiseta y pantaloneta, no se diga los zapatos de suela y solo obsequiaban las medias rústicas de hilo. En el querido barrio San Juan, el vecino zapatero era la conexión para entrenar en el Aucas y mi inquilino era en el Gladiador. Nuestro compromiso y que cumplíamos a rajatabla, dar todo por los colores de tu equipo querido, es decir, teníamos una identidad, un sello de diferencia. Hoy no se puede dejar de expresar la nostalgia de esos tiempos idos y ver como jugadores profesionales llegar al entrenamiento con vehículos caros y elegantes, modelos últimos de 4×4 y se niegan a jugar porque les falta pago de una quincena o algún premio que quedó rezagado dando la impresión que están en la indigencia. Esta actitud se entiende en un obrero porque él vive al día y no hay opción a espera, pero ellos que económicamente les ha ido estupendamente bien, no tienen “derecho” a esa actitud.