Navidad en el campo
Sin desafortunados pavos como cenas; sin chimeneas por donde se cuele Papa Noel; sin luces intermitentes iluminando ventanales; y sin intercambio de regalos entre niños de un mismo color de piel; pero sí, con el espíritu de la Navidad relampagueando en mi corazón, esperaba con infantil ansiedad un único regalo, el de mi querida escuela; ¡ese!, de resistente plástico, deslumbrantes colores y cuatro mágicas ruedas, que una vez salidas de sus oscuros garajes de cartón, iban a cobrar vida, para rodar ruidosamente abriendo zigzagueantes autopistas en terrosos patios. ¿Y los caramelos?, estos volátiles dulces nunca llegaban a ver la luz del sol, pero el espíritu de la Navidad perduraba por mucho tiempo en el alma de aquel empolvado juguete; quizá,…porque era mi único agasajo, o tal vez,…porque los reyes magos disfrazados de auroras, me regalaban cada amanecer un gigante y celeste baúl repleto de acuarelas, en cuyo interior se podían ver paisajes de mi pueblo; es que en este colorido lugar los niños aun habitábamos vivientes pesebres, construidos en medio de abundante y verde heno, sintiendo al niño Dios nacer en esa tibia hojarasca de fragantes guayabos, que cual mirra e incienso aromatizaban nuestros campos, musicalizados por villancicos que cantaban plumíferos querubines, y rodeados de asnos, toros, mulas,…y por supuesto, de los alharaquientos pavos, que hasta ese entonces todavía poblaban aquellos primaverales pesebres, antes de ser elevados a esos altares del culto culinario navideño.