Como toda revolución que se precie de serlo, esta también tiene sus mártires. El último de los próceres surgió de la presidencia del Banco Central del Ecuador. Ríos de tinta, verborrea sabatina, insultos y odiosas cadenas de radio y televisión caracterizaron la épica batalla política. La epopeya comenzó con la traumática embestida que le propinó un toro incautado (no indultado) a nuestro héroe. La herida le inutilizó una de sus piernas, pero sobre sus hombros seguía ondeando la verde bandera del líder sonriente. La inefable prensa corrupta (aquella que no madura aguacates pero sí primos inmaduros) y los opositores políticos efectuaron disparos certeros con feas acusaciones de falsificación del título, lo que maniató al prócer de manos y pies.
Aun así seguía enarbolando la bandera de la revolución con los dientes, cada vez más cerca del cuello del primo. Finalmente, el Incae detonó la última bomba y descubrió el engaño; al mártir no le quedó otra salida que la inmolación pública.
Hoy yace en el panteón de los héroes revolucionarios modernos, Miami. Una vez hundido el barco, los primeros en vilipendiarle fueron sus propios camaradas, en un vano intento por limpiarse la salpicadura del lodo en el que naufraga el proyecto revolucionario.