Así se titula en castellano la obra de Anthony Doerr, ganadora de un Pulitzer en 2015 y que con seguridad pocos en Ecuador la habrán leído. Es una alegoría al poder y belleza de la ciencia y la razón, que elevan el espíritu y distinguen así lo que es sublime de todo lo que es bajo e impropio. Entre un museo de historia natural y un instituto de desarrollo tecnológico, Marie-Laure y Werner son dos niños que crecen alimentados por el conocimiento virtuoso de la ciencia, pero cuyas vidas se trastocan trágicamente por la ignorancia y fundamentalismo que alimentaron la Segunda Guerra Mundial. La novela resuena con múltiples referencias de lo que hace que la ciencia sea una experiencia sublime y espiritual. Las vidas de Marie-Laure y Werner transcurren entre las ciencias naturales, trigonometría, ondas radio, comunicación popular de la ciencia, Julio Verne, Darwin y las grandes capitales europeas como ciudades de la ciencia. Mientras leo la novela, no puedo evitar pensar dónde estábamos los ecuatorianos en ese entonces, qué hemos hecho y cuál ha sido nuestra contribución al conocimiento humano. A la final, todas nuestras desdichas y miserias como sociedad han sido culpa de nosotros mismos, por no poder ver la luz que hay en la ciencia y el conocimiento. Nos queda bien la recomendación del Dr. Etienne, el tío de Marie-Laure a los niños: “Abrid los ojos y observad todo lo que podáis antes de cerrarlos para siempre”.