La perplejidad de la hipocresía oficial asegura proteger a los débiles, mientras castiga, con las múltiples formas que ejerce el cinismo.
Un hombre decente se debe a la realidad, aun cuando ésta lo obliga a desprenderse de sus propios prejuicios. Es incómodo para el absolutismo de derecha o izquierda un hombre decente, por ser demasiado demócrata; a otras derechas, por ser antiimperialista, antifascista; a otras izquierdas por denunciar totalitarismos de esta línea.
La verdad no es una pasión abstracta ni un concepto absoluto. No se persigue la verdad filosófica o religiosa escrita en letras gigantes, sino la simple realidad de los hechos. La verdad no debe ser creída sino vista. “…Hemos caído tan bajo que la reformulación de lo obvio es la primera obligación de un hombre inteligente…” Bertrand Russell.
Las verdades no verdaderas con las que convivimos, arrancan desde la supuesta obviedad manipulada por el sofisma de lo demagógico, lo mediocre y lo circense. Y así se construye un Babel artificioso y circunstancial, ad-hoc para los politiqueros de turno. Es decir, se cambia a conveniencia el significado de la palabra y se subestima o magnifica dolosamente los hechos.
Si la sociedad no comparte ni siquiera el significado de las palabras, cómo encontrar entonces terrenos comunes para el argumento y la razón; ello no abona sino el camino a la traición. Posteriormente se sustituye los significados comunes, por aquellos decretados por el régimen totalitario, cambiando la relación entre los hablantes, cuyos vínculos semánticos se ven definidos desde el poder. Esto es un asalto al significado, por ende asaltar el poder total es más fácil.
Si las batallas políticas son batallas de ideas, el “decretar” el significado de las palabras equivale a tener la llave de las conciencias ciudadanas, penetrar en ellas y subrepticiamente saquearlas.