Entre las prioridades de la revolución ciudadana ocupa un lugar muy destacado transformar a las autoridades políticas, es decir, a quienes nos gobiernan, en seres intocables, innombrables, merecedoras de un respeto y una cuasi veneración absoluta. Salimos de una larga noche para caer en otra.
La revolución ciudadana, qué duda cabe, cojea del lado político, de su manera autoritaria y conservadora de concebir las relaciones entre la sociedad y sus gobernantes. Aspiran nuestros revolucionarios a una devoción social a su presencia y a su trabajo, como muestran las reformas propuestas por el Ejecutivo al Código Penal. El mensaje resulta muy claro: ¡mucho respeto a las autoridades! La propuesta, que el presidente Correa definió como modernizadora en una de sus cadenas sabatinas, refuerza tanto la protección al honor y a la dignidad de las autoridades políticas, que será mejor callarse o simplemente escribir loas a su favor para no ir preso. Una lista larga de lo que se considerará injurias calumniosas, no calumniosas, graves y leves, con sus respectivas penas, se refuerza en el proyecto. Son tan subjetivas las categorías incluidas, que todos los ciudadanos tomaremos enormes riesgos en el momento de referirnos a una autoridad. Podremos ir presos hasta tres años si una afirmación se considera injuria calumniosa; y entre seis meses y dos años si, para consuelo del comentarista, su injuria se considera no calumniosa pero sí grave.
El honor y la dignidad de nuestros gobernantes se protegen frente al “descrédito, la deshonra y el menosprecio”. Qué susceptibles, ¿no? Cuidado se le ocurra a usted decir algo que pudiera ser interpretado como malévola insinuación de algún vicio o falta de moralidad que perjudique la fama, el crédito o el interés del agraviado, porque puede terminar con sus huesos en la cárcel. Va tan lejos el deseo de proteger a las autoridades, que podrán ser sancionados con prisión quienes recurrieran a expresiones -vean esta maravilla- “tenidas en el concepto público por afrentosas”. Desde ese concepto, una ironía, una tomadura de pelo, una pequeña burla, incluso una broma, podría ser tomada como afrentosa. La cárcel le espera a cualquier persona que haya injuriado a nuestras autoridades en “lugares públicos”, definidos en la reforma como toda concentración de 10 o más individuos; o a través de medios escritos, impresos o no, imágenes o emblemas fijados, distribuidos o vendidos. Todo esto, que resulta difícil de imaginar en una sociedad medianamente tolerante y democrática, consta en las reformas propuestas. A tanta perla, el presidente llama modernizar las normas penales. Yo preferiría llamarlas formas delirantes y ultraconservadoras de concebir a la autoridad, por medio de las cuales pretenden la sumisión de la sociedad a sus gobernantes, convirtiéndolos en unas figuras sacras, intocables.