Corría el año de 1876 y adjetivos como locos, alienados, embadurnadores de tela y muchos otros estaban dirigidos a los condenados de París: Monet, Manet, Cézanne, Sisley, que al ser rechazadas sus obras del salón oficial de bellas artes, sin amilanarse abrieron uno paralelo, expusieron sus ideas y conceptos plasmados en cuadros donde lo que pintaban no eran los temas, sino los tonos, las luces, las sombras y reflejos del color. El objetivo era despertar en los espectadores sensaciones amplias y variadas según su propia y libre interpretación. Al descalificar la obra bandera, ‘Impression, soleil levant’, el grupo, al que denominaron ‘impresionistas’, marcó un antes y un después en el quehacer plástico. Atrás quedaron las representaciones de figuras históricas, mitológicas o religiosas para desembarcar en estilos como el fauvismo, surrealismo y modernismo, donde predominan el color, la ausencia de la forma y la superación de la propia realidad. Independientemente de la modalidad del salón, en estos eventos se deben privilegiar la innovación y la calidad del artista.