Dejar de comentar el atropello perpetrado en las cortes de Correa, es imposible. Porque había un mínimo destello que saldrían por sus fueros, analizarían profundamente las sentencias, revisarían cómo se calificó la absurda demanda y los vergonzosos actos en que presumiblemente cayó el Presidente y sus abogados para hacerse de esta sentencia.
Cómo puede darse por ofendida una persona, por una opinión que señaló lo que efectivamente sucedió el 30 de septiembre del 2010, cuando un hospital fuera asaltado por comandos del Ejército, bajo una infernal andanada de fuego y gases (fuego indiscriminado) cuya consecuencia fue destrucción y muerte, como la de Froilán Jiménez.
Que esa operación militar fuera ejecutada sin previo aviso a los ocupantes del hospital, que los enfermos, sus parientes y padres fueran sometidos al peligro que ese tipo de acto genera y al terror por la expectativa de muerte de personas que están incapacitadas para defenderse.
Quién es el que tiene que pagar por el in-suceso: aquél que lo causó, o el que lo señaló. Si no es el Presidente que ordenó, entonces será el Ministro, o el Comandante del Ejército, o el jefe de la operación.
Pero el autor del delito de lesa humanidad que representa el ataque militar a un hospital, no se da por aludido y resulta ahora favorecido con la recompensa de cuarenta millones de dólares por la cruel broma que le jugó al país ese nefasto día y quién valientemente lo puso en evidencia, condenado a pagar por lo que el otro cometió.
Así como fue público el asalto al hospital, también fue pública la limpieza de la escena de los hechos y toda la manipulación del juicio por injurias. Se consumó la mayor estafa judicial del nuevo siglo.