Ayer, por la noche, tuve la oportunidad de ver a través del canal ECOTEL TV, la brutal agresión al periodista lojano Ramiro Cueva Atarihuana, sufrida en Lovaina-Bélgica, por parte de los “mercenarios” de Correa, cuando trataba de lograr una noticia de legítimo interés, especialmente, para los ecuatorianos.
Por la valentía demostrada por el periodista, le expreso mi solidaridad.
La verdad, que es la sabia que debería alimentar la vida misma, se torna escurridiza. Su inconfundible trazo, el embrujo de su palabra cierta, ya no cobija con su sombra nuestro ensueño de alcanzarla.
Intentamos atraparla, pero los titiriteros, desde el oscuro poder, la maquillan y cambian su disfraz. ¡Cuánto quisiéramos tenerla entre las manos, tallarla universal, única y conservarla cual buen vino en la silenciosa cavidad de la memoria nuestra! Entender que ¡con la verdad somos, sin ella nada…!
Mientras que, en la orilla opuesta, los que devinieron en caja de resonancia, convencidos de mil mentiras, se acostumbran poco a poco a ser señalados con el índice. Perdieron la vergüenza, el indispensable mínimo pudor y caminan pensándose libres, como que nada hubiera pasado. Continúan obnubilados, errabundos, ya sin pastor, sin arenga: su acostumbrado pienso.
Es tal la confusión que, sin rubor alguno, proclaman renacer, como un hecho cercano, como si “de soplar botellas se tratara”. La enfermedad que sufren: miedo, angustia, desolación, los arrincona –aborregados- bajo el alero de la culpa, de la grandísima culpa. El arriero mayor, en lontananza, ya no “jaguar” sino solitaria mascota acorralada, aterrorizada, de sonrisa congelada, juega quizás su último juego: “intentando -cual tiovivo- morderse la cola”.