A los que fuimos educados en hogares y en escuelas y colegios católicos, nos enseñaron que a la iglesia había que ir luciendo las mejores galas pero, sobre todo, una vez que accedíamos al templo, lo primero que había que hacer era persignarse remojando los dedos en agua bendita que tenían en unas tinajas ubicadas a la entrada. Luego, en absoluto silencio, había que ubicarse en el sitio que nos asignaban, sin chistar ni una palabra; se oía el crujir de las tablas, el olor a incienso era intenso y la música que se escuchaba era interpretada por algún fraile que tocaba el órgano. En otras palabras, había un respeto total por el lugar en el que se estaba. Las liturgias eran seguidas con respeto y devoción.
Ahora, las cosas han cambiado del medio a la mitad. La gente entra en verdadero jolgorio, los niños lloran y juguetean como que estuvieran en el parque. En una suerte de sinfonía destemplada, los teléfonos celulares repiquetean a lo largo de toda la ceremonia; los malcriados que los contestan, hablan a voces, enterando al resto de gente de sus negocios, problemas y compromisos. Cuando se trata de alguna celebración sacramental: matrimonios, bautizos, confirmaciones, lo único que hace falta es que a la puerta de las iglesias se disponga que un paje se ubique con una bandeja con tragos y bocaditos para los parroquianos que, conforme van llegando, vayan tomando una copa para adentro continuar con la algarabía. Si se trata de alguna misa de honras, la cosa no varía en nada, no importa que sea de cuerpo presente, la charla y los comentarios son permanentes, tampoco importa la solemnidad del momento para los deudos que despiden cristianamente a su ser querido, lo que importa es alternar con los amigos y parientes que acuden a cumplir con la familia del muerto.
Se debe realizar una campaña, empezando por curas y celebrantes para que obliguen a la gente a mantener el respeto que merece el lugar sagrado en el que se está, no importa si se es o no católico, las normas son para ser cumplidas por todos.