Comparto con el lector algunas realidades que aprecié durante un reciente viaje a una ciudad pequeña, cerca de Barcelona. Es increíble el respeto a las normas de tránsito. Todos los vehículos paran al llegar a los pasos cebra, para que crucen los peatones. No hay un solo peatón, que cruce por media calle. Mi nieto, de seis años, ya “está lavado el cerebro”, como se dice. Los papeles de las golosinas, los guardaba hasta el siguiente tanque de basura. No hay policía en toda la villa, tampoco hay seguridades, ni muros, ni alambres en las casas. En las cómodas paradas de los buses hay unos avisos con el horario. Usábamos el transporte de las 15:39 para ir a la piscina municipal; y, exacto, a dicha hora llegaba.
Salíamos a las 18:58, de regreso, con igual y matemático cumplimiento. En las autopistas los conductores respetan la velocidad de los carriles. Un simple juego de luces permite abrirse paso a un carro, dentro de los límites de la velocidad, sin que el chofer que lo permitió crea que afectaron su genético honor. Por eso será que todos prefieren el transporte público. De regreso, en el aeropuerto de Madrid es fácil saber si uno está en la fila de espera correcta. Es cuestión de ver a una dama que levanta la cinta de los carriles para las colas de personas, y pasarse al siguiente, sin respetar el orden. O, a un joven que arroja un cartón en el túnel de entrada al avión, a cuyo acceso general se agolparon decenas de apurados compatriotas que, supongo, creían que el aparato se iba sin ellos, aplaudieron cuando aterrizó la nave, en Quito, mientras dos ellos se llevaban los audífonos.
En lo que sí estamos empatados es en las noticias sobre corrupción.